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Misiones Pedagógicas, de Alejandro Casona; los versos, cuadros, ensayos,<br />

estatuas y comedias, nacidos al claror de aquella gran esperanza, iluminados<br />

por aquel amanecer en el cual el pueblo -o sea, todos, no sólo los albañiles<br />

y metalúrgicos- volvía a pedir la palabra, todas las palabras, las mejores que<br />

son siempre las que han ido quedando por decir, las que de pronto se ponen<br />

a decirse, en esos instantes a los que Goethe llama “presentes puros” de la<br />

historia.<br />

Todo esto no es nada ideológico o demagógico; quiero decir, no es<br />

nada artificioso. Desde la generación del 98 -que toca con lucidez y apetencia<br />

trágicas el fondo de la postración nacional- en España se volvía a saber que<br />

las únicas reservas que guardaban entre tanto escombro el fermento vivo<br />

de una posibilidad, estaban en el pueblo, en su sentido de la vida, en su<br />

bizarría, en su don de la generosidad y también en su intuitiva valoración y<br />

ejercicio de unos bienes morales y de unos enseres estéticos que, a través<br />

de él, se había salvado de tantas entregas al calco, a la imitación o, más<br />

simplemente, al desmoronamiento y a la incuria. Este era el pueblo maestro,<br />

el de Federico, el de la República Española, al que el poeta dio su vida,<br />

como antes había dado su amor, como una eucaristía, que es ideología capaz<br />

de contenerlas todas. A los 25 años de su asesinato, esto vuelve a poder<br />

decirse en una universidad argentina. En la coetánea de su muerte, no pudo<br />

decirse porque estaba cerrada a cal y canto por la cerrazón fascista, que<br />

ponía sobre este amor capaz de declararse, con no desmentida sangre, el<br />

remoquete de “rojos”, como si el rojo de la sangre necesitase de otras<br />

intenciones que su abierto fluir por las heridas de todo un pueblo que<br />

defendía, con su libertad y su ansiedad, la decencia y la perspectiva del<br />

mundo.<br />

Todo lo que había sido elegía sistemática, réplica o disconformismo<br />

intelectual en la generación del 98, fue en la de Federico afán creador, certeza<br />

implacable, alucinada seguridad en los valores conservados por ese mismo<br />

pueblo contra viento y marea y muchas veces entre la espada y la pared.<br />

Por eso, no mató al poeta, buena o mala, la justicia. Lo mataron las arcaicas<br />

concepciones que tenían por único objeto -25 años lo han demostradoreducir<br />

de nuevo a mudez la persistente maravilla de un pueblo sin par que,<br />

una y otra vez, muere para que perviva lo que lleva en el fondo de su alma;<br />

en la lógica sin razones que funda su propia razón de ser, la única causa de<br />

su existir. En este sentido, Federico murió en su ley -dura lex- como tantos<br />

otros, intelectuales o labriegos, da lo mismo, a los que se extinguió para<br />

que por su voz no hablase el espíritu.<br />

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