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lorca

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ea, al hueco de su rastro existencial, ya podría espigarse una<br />

antología, una de aquellas «coronas fúnebres» de nuestros abuelos<br />

románticos, pero sin pestilencia funeraria ni final acatamiento<br />

sino como la larga melodía coral de una añoranza que no cesa;<br />

Neruda exclamó sobre sus restos aun calientes: «Era un relámpago<br />

físico, una ternura completamente sobrehumana. Su persona<br />

era mágica y morena y traía la felicidad». Y otros dijeron así: «Pero<br />

tu sangre -tu secreta sangre -que revuelve la tierra y ciega el puente<br />

-¡colma los surcos y amenaza el vado! -Abel, clavel tronchado...»<br />

(Alfonso Reyes). «No, que tu espíritu en flor -incorrupto se levanta<br />

-Huele a almendros y jazmines -y sabe a oliva y naranja» (Salvador<br />

de Madariaga). «Basta cerrar los ojos -para que te levantes-. Si<br />

el viento te ha perdido -mi sangre puede hallarte» (Emilio Prados).<br />

«Alzóse Federico en luz bañado -Federico, Granada, primavera -y<br />

con luna y clavel y nardo y cera -siguiolos por el monte perfumado»<br />

(Nicolás Guillén). «La muerte se diría más vida -porque tú estás<br />

en ella» (Luís Cernuda). Y yo mismo: «Transitado de sangre y<br />

de alegría -te siento arcángel mudo, a mi costado -me ampara tu<br />

celestre cetrería...».<br />

De su obra, en los tramos iniciales, él había sido –juglar de si<br />

mismo– difusor misional, alucinado. Sus versos, antes que libros<br />

y columnas, corrieron de boca a oreja, y la celebridad inesperada<br />

se desencadenó desde la persona como algo inseparable de su<br />

poesía; de su poesía, que no eran sólo los versos, sino su confrontación<br />

incesante, fulmínea, arrebatadora con las cosas y gentes<br />

del mundo y del transmundo. El «duende» y el «ángel» eran sus<br />

deidades custodias: el duende y el ángel, palabras que Federico<br />

vendimió en los labios del pueblo y a las que luego dio ensanche<br />

teórico, sin privarlas del garbo original, como siempre hacía cuando<br />

teorizaba iluminado por la gracia, lejos del amodorramiento docente<br />

y de la pelmez intelectual. Por eso, pudo decir Dámaso<br />

Alonso: «Esta concentración de esencias raciales se adivinaba, ante<br />

todo, en el hombre. El éxito social del hombre Federico García<br />

Lorca era, antes que nada, un éxito español. El alma de España,<br />

cumplió, una vez más, la ley de su destino, su irreprimible necesidad<br />

de expresión». El amor del pueblo a su poeta era, pues, el<br />

resultado de un reconocimiento en los dos sentidos inmediatos<br />

del vocablo. No era amor, sino encantamiento, una natural absorción<br />

del prodigio, sin desniveles ni envidias, una espontánea petición<br />

y dádiva de afecto, que alguna vez me hizo pensar en la<br />

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