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Las Vidas de Tirofijo

Manuel Marulanda Velez, o Pedro Antonio Marin, de su nombre de Bautizo, fue uno de los Hombre perseguido de la historia moderna de Colombia, innumerables veces hemos escuchado la noticia de su muerte, mientras tomábamos juntos a él el primer café de la mañana....

Manuel Marulanda Velez, o Pedro Antonio Marin, de su nombre de Bautizo, fue uno de los Hombre perseguido de la historia moderna de Colombia, innumerables veces hemos escuchado la noticia de su muerte, mientras tomábamos juntos a él el primer café de la mañana....

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“No sé...”, contesté a Omar. Un segundo y nos dimos cuenta <strong>de</strong> lo que estaba sucediendo.<br />

Omar dijo: “Se nos metieron, nos asaltaron...”. Un tiroteo cerrado que amansaba los<br />

oídos con sus silbidos. Una tempestad <strong>de</strong> granizo <strong>de</strong> plomo. Yo me puse los zapatos,<br />

cuando vi que Omar sin mediación alguna con el espacio, abrió la ventana y no supe cómo<br />

se lanzó por ella. Lo último que vi <strong>de</strong> él, imagen <strong>de</strong>l filtro <strong>de</strong> la luz que madruga, fueron los<br />

pies o los zapatos o quizá su cabeza o las manos <strong>de</strong>spidiéndose al soltarse <strong>de</strong>l marco <strong>de</strong> la<br />

ventana. Yo abrí la puerta y me lancé como pu<strong>de</strong> por las gradas y la verdad es que no<br />

llegué caminando sino dando vueltas a la trinchera que ro<strong>de</strong>aba la casa. Trinchera y<br />

mia<strong>de</strong>ro. Como bulto me zambullí allí en el hueco como escondiendo la vida. Una voz, la<br />

reconocí, me sacó <strong>de</strong> la confusión Era El Patas: “Agáchese camarada, que se nos metieron<br />

los mariachistas. Qué<strong>de</strong>se quieto y no dé papaya...”. Los madrazos nocturnos<br />

interrumpieron la frialdad <strong>de</strong>l alba...”Mariachistas hijueputas, vengan que los<br />

esperamos...”. “Hijueputas comunistas, ya vamos...”. Disparos verbales en busca <strong>de</strong> oídos<br />

perfectos. La balacera cruzada. Y comencé a sentir, <strong>de</strong>spués me dieron las explicaciones,<br />

la fiebre blanca. Tiritando hasta el alma, mi cuerpo traquetiaba como si la piel tuviera<br />

dientes, la respiración en corrientes frías <strong>de</strong> los pies a la cabeza, haciéndose nudos en las<br />

rodillas. Los madrazos, los tiros y el amanecer impávido sin correr en sus horas. El Patas<br />

preguntó afanado: “El otro camarada...”; entre el traquear <strong>de</strong> dientes le dije que se había<br />

tirado por la ventana y seguramente andaría perdido en la montaña. “No se preocupe, ya<br />

<strong>de</strong>ben estar buscándolo...”. Luego el silencio que se podía cortar a navajazos. La fiebre la<br />

tenía en los pies, yertos. El silencio nuevamente penetrado por tiros <strong>de</strong> fusil. Vislumbro que<br />

comienza a clarear. El Patas sin dar el rostro: “Comunican que se está organizando una<br />

comisión que los va a sacar <strong>de</strong> la zona...”.Otro silencio enterrado bajo tres metros <strong>de</strong><br />

tierra. Y <strong>de</strong> pronto, las carcajadas como si la tierra vomitara la risa <strong>de</strong> miles <strong>de</strong> hombres,<br />

escondida en sus entrañas por milenios. El Patas riéndose, sumiendo el estómago, los tres<br />

compañeros que disparaban junto a él en la trinchera, riéndose con las armas<br />

entrepiernadas. La confusión era mayor. El día se hizo día y apareció Manuel Marulanda<br />

Vélez vivo y muerto <strong>de</strong> la risa, carcajeándose y estornudando y su carcajada continuaba el<br />

ritmo en<strong>de</strong>moniado <strong>de</strong> los cerros que ro<strong>de</strong>aban a Marquetalia. Seguía lloroso por la risa.<br />

Arrastró las palabras:<br />

-Camaradas, antes <strong>de</strong> que se fueran para la ciudad, queríamos enseñarles cómo es un<br />

asalto nocturno. Un intercambio <strong>de</strong> experiencias, un curso político por un asalto.<br />

Subimos hacia el Nevado <strong>de</strong>l Huila, caracol interminable <strong>de</strong> trocha a medio abrir; las<br />

espaldas y los hombros <strong>de</strong> Nicolás, nuestro baquiano, indígena corpulento, habían crecido<br />

<strong>de</strong>smesuradamente por su equipo, el <strong>de</strong> Omar y el mío. Nicolás era como la fuerza<br />

conjunta <strong>de</strong> tres hombres y la comprensión <strong>de</strong> un hombre sencillo que se da cuenta que va<br />

acompañado <strong>de</strong> dos novatos <strong>de</strong> la ciudad. Para cargar, para andar. Dos días para llegar<br />

hasta el filo <strong>de</strong> una culebra <strong>de</strong> nieve eterna, brillante en su lomo, que no miramos porque<br />

<strong>de</strong>bíamos seguir bajando, mejor rodando en busca <strong>de</strong> las márgenes <strong>de</strong>l río Símbola.<br />

Bajamos con la sensación <strong>de</strong> estar perdiendo el cuerpo en el vacío. Esa noche, una<br />

corpulenta ceiba, dormi<strong>de</strong>ro <strong>de</strong> viajeros, nos abrió su intimidad <strong>de</strong> corteza seca para<br />

albergar el frío. Nicolás prendió can<strong>de</strong>la sobre los raiceros, improvisando un fogón,<br />

cocinó y comimos arroz y papas y bebimos aguapanela. Los tres nos metimos enroscados<br />

muy a<strong>de</strong>ntro <strong>de</strong>l tronco, cama tibia para pasar muchas noches, muchos años.<br />

Madrugamos. A la inversa <strong>de</strong>l río, viene al trote un hombre montado sobre un hermoso<br />

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