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tener prisa y disfrutar cada momento de aquella solitaria pero sublimeoportunidad de libertad.Mientras caminaba sin medir el ritmo que llevaba, comenzaba a disfrutar deestar solo, libre, sin las prisas y las exigencias de las rutinas del Seminario.También recordó Burela, una villa costera de pescadores sobre el marCantábrico muy cercana a Mondoñedo.Por un instante rememoró momentos felices de su niñez cuando su padrejocosamente le decía a su madre en momentos de encuentro entre ambosen el seno de la familia: “Santiago con su caballo a los moros perseguía yyo te persigo a ti porque te llamas María”.Luego recordó los planes de acompañarlo que tenía Pedro, un jovenseminarista más adelantado que él en los estudios y ya cursando elSeminario Mayor. Se disculpó ante Dios por el pecado de pensar quequizás no se sentiría tan libre si Pedro no hubiese tenido el contratiempoque le había obligado a postergar su partida hacia Santiago.Sumido en sus pensamientos que irrefrenablemente estaban haciendo unbalance de sus cuatro años en el Seminario, subió cuestas, eludió piedrasdel camino, rozó ramas bajas que arañaron su frente, cruzó puentesestrechos y bajó ágilmente hacia los valles.De pronto al salir de un bosquecillo vio a la distancia tres figuras humanas,era pasado el mediodía y en aquel llano el sol de julio se hacía sentir confuerza.A la media hora los alcanzó y a cierta distancia los saludó con naturalidadpara que no se sorprendieran. Inmediatamente se detuvieron, giraron y algocansados le devolvieron el saludo luego de observarlo, para ir despuéshacia él para presentarse. Manuel, el esposo de Sofía, tendría unoscincuenta años, era de estatura media, algo rollizo y de rostro bonachón.Sofía frisaba los cuarenta años, era rubia y si bien gruesa, lucía másdelgada que Manuel.Finalmente la otra mujer que más tarde le dijeron se llamaba Isabel era másjoven, de cabello negro y ojos oscuros, de cuerpo esbelto y aire reservado.37

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