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E - Programa Seguimiento Prematuro

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Dr. Otto Dörr Zegers<br />

madre, por alguna razón, no estaba en casa. Lo mismo vale para muchos maridos,<br />

algunos de los cuales, con fuertes resabios del antiguo "machismo", le "exigen" a su<br />

mujer estar en casa cuando ellos llegan. Muchos han interpretado esta frecuente<br />

actitud como producto de los celos. El mismo dueño de casa, quien sin saber<br />

mucho el por qué hace esa exigencia absurda, también piensa, cuando alguien lo<br />

obliga a ello, que probablemente se trate de "celos inconscientes". Pero todos se<br />

equivocan al valorar así esa actitud del varón con respecto a la mujer. Las raíces son<br />

mucho más profundas y tienen que ver con este radical antropológico de la espera<br />

(nadie sabe esperar como la mujer, con la misma naturalidad que las plantas mustias<br />

y secas esperan que termine el invierno y llegue la primavera), y el hecho que la<br />

mujer llena ese espacio circular del hogar y hace que el tiempo en cierto modo se<br />

detenga, que adquiera una suerte de consistencia, que es la que en último término<br />

le da el sabor a la vida.<br />

Ahora bien, de la urgencia del trabajo, de las mil llamadas telefónicas, entrevistas,<br />

viajes, reuniones, tomas de decisiones, etc., que conforman la vida cotidiana del<br />

varón empresario o funcionario moderno, muy poco es lo que queda en la memoria.<br />

Sí, en cambio, la vuelta al hogar en las tardes o en las noches cuando se es<br />

esperado, las largas tardes de los sábados o de los domingos, etc., vale decir, todo<br />

aquello que está dominado por la temporalidad femenina. Las emociones fuertes y<br />

rápidas no dejan recuerdo. Al parecer uno las vive con una conciencia<br />

crepuscularizada. En cambio, lo que nos sucede en ese otro tiempo, en el tiempo<br />

que mora y demora, allí donde no hay urgencia, en el calor del hogar, en torno a la<br />

mesa y, por sobre todo, junto a la mujer que amamos o a la madre o a la abuela o,<br />

ya más viejos, junto a la hija que nos cuida, eso sí que se recuerda y pasa a constituir<br />

un elemento central de nuestra urdimbre afectiva. Un ejemplo banal de lo antedicho<br />

es el estudio de las nostalgias de las personas que por cualquier razón se han visto<br />

obligadas a vivir por largo tiempo en el extranjero. Lo que recuerdan con más<br />

agudeza son los almuerzos familiares del día domingo o las largas tardes pasadas<br />

con la familia en el campo o en la playa. Nunca he conocido a alguien que haya<br />

tenido la nostalgia de la oficina o del teléfono y sí a muchos, que en el caso de<br />

Chile, se emocionaban ante el recuerdo tan poco romántico de una empanada o de<br />

un vaso de vino tinto. ¿Y por qué? Seguro que no por la empanada o el vino en sí<br />

mismos, sino porque estos objetos remiten a una atmósfera determinada que desde<br />

la más tierna infancia fue contribuyendo a constituir nuestro ser, capa por capa,<br />

emoción por emoción, atmósfera que es el producto de un espacio hogareño<br />

(redondo, cálido, acogedor, en suma, espacio femenino) y de un tiempo moroso,<br />

tranquilo, circular, que permanece y no se precipita hacia ninguna parte, cual es el<br />

tiempo de la maduración, el tiempo femenino.<br />

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