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El Cantar de los Nibelungos

De los monumentos literarios que se perpetúan a través de los siglos brotan fuentes históricas de la may or importancia, allí resaltan las costumbres de la época en que aparecieron, nos dan a conocer las formas del lenguaje que entonces se empleaban y, como si tuvieran la limpidez del espejo, se reflejan en ellos los sentimientos que animaran a los héroes que en él se agitan, pues por embellecida que se encuentre la naturaleza por el arte, es siempre la naturaleza, y la vista deshaciendo el artificio ve sin él la ruda forma y el duro contorno. Esta sola consideración bastaría para que a pesar de la fatiga que produce, no se descansara en el estudio de los antiguos poemas y entre estos hay que conceder un señalado lugar al que abre el ciclo épico de la literatura germánica, más nombrada que conocida, más aplaudida que estudiada.

De los monumentos literarios que se perpetúan a través de
los siglos brotan fuentes históricas de la may or
importancia, allí resaltan las costumbres de la época en que
aparecieron, nos dan a conocer las formas del lenguaje que
entonces se empleaban y, como si tuvieran la limpidez del
espejo, se reflejan en ellos los sentimientos que animaran a
los héroes que en él se agitan, pues por embellecida que se
encuentre la naturaleza por el arte, es siempre la naturaleza, y
la vista deshaciendo el artificio ve sin él la ruda forma y el
duro contorno. Esta sola consideración bastaría para que a
pesar de la fatiga que produce, no se descansara en el estudio
de los antiguos poemas y entre estos hay que conceder un
señalado lugar al que abre el ciclo épico de la literatura
germánica, más nombrada que conocida, más aplaudida que
estudiada.

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Más allá <strong>de</strong> la montaña, Alberico<br />

el valiente, un enano salvaje oyó la<br />

lucha. Se armó <strong>de</strong>prisa y corrió al<br />

lugar don<strong>de</strong> se encontraba el noble<br />

extranjero que había amarrado al<br />

gigante.<br />

Alberico era valiente y muy<br />

fuerte. Llevaba yelmo y coraza y en<br />

la mano un pesado látigo <strong>de</strong> oro.<br />

Corrió rápidamente al encuentro <strong>de</strong><br />

Sigfrido.<br />

Siete pesadas bolas pendían <strong>de</strong>l<br />

látigo, con las que golpeó el escudo <strong>de</strong><br />

aquel hombre atrevido, rompiéndolo<br />

por varios lados. Gran cuidado tuvo<br />

por su vida el arrogante extranjero.<br />

Dejó caer su agujereado escudo y<br />

volvió a la vaina su larga espada. No<br />

quería dar muerte al hombre, pues así<br />

se lo imponía el <strong>de</strong>ber.<br />

Arrojándose sobre Alberico, cogió<br />

con sus férreas manos las canosas<br />

barbas <strong>de</strong> aquel hombre viejo ya y<br />

tiró con tanta fuerza que hízole gritar.<br />

La acción <strong>de</strong>l joven héroe dolió en el<br />

corazón a Alberico.<br />

—Perdonadme la vida —gritó el<br />

fuerte enano—; y si me es permitido<br />

ser siervo <strong>de</strong> otro, que no sea el héroe<br />

a quien he jurado ser fiel vasallo, os<br />

serviré hasta la muerte.<br />

Amarró a Alberico como había<br />

hecho con el gigante; la gran fuerza <strong>de</strong><br />

Sigfrido le hacía mucho daño. <strong>El</strong> enano le preguntó:

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