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resistencias a la idea de que uno puede y debe romper el vínculo infantil
con los padres que lo maltrataron si quiere hacerse adulto y construir su
propia vida en paz. Tenemos que acabar con la confusión del niño, nacida
de nuestros esfuerzos del pasado por disculpar los malos tratos y hallarles
un sentido; así, como adultos, podremos dejar de hacer esto y también
aprender de qué manera la moral de las terapias dificulta la curación de las
heridas.
Algunos ejemplos ilustrarán este aspecto concreto. Una joven está
desesperada, se siente fracasada tanto en su vida profesional como en sus
relaciones, y me escribe:
«Cuanto más me dice mi madre que soy un cero a la izquierda y que no llegaré a
ninguna parte, peor me salen las cosas. Pero no quiero odiar a mi madre, quiero hacer
las paces con ella y perdonarla para liberarme, al fin, de mi odio. Pero no lo consigo.
Incluso cuando la odio me siento acosada por ella, como si me odiase. Pero es
imposible que eso sea cierto. ¿Qué es lo que hago mal? Porque sé que sufriré si no
consigo perdonarla. Mi terapeuta me ha dicho que declarar la guerra a mis padres sería
como declarármela a mí misma. Naturalmente, sé que, cuando uno perdona, tiene que
hacerlo de corazón, y yo me siento muy confusa, porque hay momentos en los que me
siento capaz de perdonar y me compadezco de mis padres, pero de repente me
enfurezco, me revuelvo contra lo que hicieron y no quiero ni verlos. Quiero vivir mi
propia vida, estar tranquila y no estar todo el rato pensando en cómo me pegaron, me
humillaron y casi me torturaron».
Esta chica está convencida de que, si toma en serio sus recuerdos y
permanece fiel a su cuerpo, tendrá que luchar contra sus padres, lo que
equivaldría a luchar consigo misma. Eso es lo que le dijo la terapeuta.
Pero el resultado de este comentario es que esta chica no puede en
absoluto distinguir entre su vida y la de sus padres, que no se le permite
tener identidad alguna y que sólo puede verse a sí misma como una parte
de sus padres. ¿Por qué la terapeuta dijo esto? No lo sé. Pero yo creo que
en frases semejantes se percibe el miedo de los terapeutas a sus propios
padres. No es de extrañar, pues, que la paciente se contagie de este miedo
y esta confusión, y no se atreva a desvelar la historia de su infancia para
dejar que el cuerpo viva con su verdad.
En otra ocasión, una mujer muy inteligente me escribió que no quería
emitir juicios generales sobre sus padres, sino ver las cosas una a una, ya