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nada comunicativa, pudo liberarse de ellos. Desde ese instante, pudo
orientarse mejor, distinguir y ver las cosas con mayor claridad.
Ahora sabía que no necesitaba seguir esforzándose para obligar a
Klaus a un diálogo sincero y abierto, porque sólo dependía de él cambiar
su actitud. Klaus dejó de desempeñar el papel de madre. Por otra parte, de
repente conoció a personas de su entorno que no eran como sus padres y de
las que ya no tenía necesidad de protegerse. Dado que ahora estaba
familiarizada con la historia de la pequeña Anita, ya no tenía que temer
esa historia ni reproducirla una y otra vez. Cada vez se orientaba mejor en
el presente y distinguía el hoy del ayer. Su redescubierta alegría de comer
traslucía su alegría de relacionarse con personas que eran abiertas con ella,
sin que Anita tuviera que esforzarse. Disfrutaba plenamente del
intercambio con estas personas y en ocasiones se preguntaba sorprendida
qué había sido de la desconfianza y los miedos que durante largo tiempo le
habían aislado de casi todos los demás. La verdad era que, desde que el
presente no se mezclaba de modo tan confuso con el pasado, los miedos y
la desconfianza habían desaparecido.
Sabemos que muchos jóvenes ven la psiquiatría con suspicacia. No se
dejan convencer fácilmente de que se obra «con buena intención», aun
cuando a todas luces fuera ése el caso. Esperan toda clase de artimañas, los
archiconocidos argumentos de la pedagogía venenosa en favor de la moral,
todo aquello que desde pequeños les resulta familiar y sospechoso. El
terapeuta tiene que ganarse primero la confianza de su paciente, pero
¿cómo va a hacerlo si la persona que tiene delante ha vivido una y otra vez
el abuso de su confianza? ¿Acaso no tendrá que trabajar meses o años para
establecer las bases de una relación?
No lo creo. Según mi experiencia, las personas muy desconfiadas
escuchan y se abren si se sienten realmente comprendidas y aceptadas. Eso
es lo que le pasó a Anita cuando se topó con Nina, la mujer de la limpieza,
y más tarde con Susan, su terapeuta. En cuanto reconoció el alimento
auténtico, su cuerpo no dudó en ayudarle a perder la desconfianza, y lo
hizo devolviéndole las ganas de comer. La propuesta de una voluntad
sincera de entendimiento se percibe con claridad, no puede fingirse. Se ve
enseguida si lo que se esconde detrás es una persona auténtica y no mera