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tenía tendencia a relacionarse con personas a las que, en el fondo, les era
indiferente y de las que dependió mientras no comprendió el verdadero
comportamiento de su padre. Todo esto cambió por completo después de la
terapia. Encontró en su cuerpo un aliado que sabía cómo podía ayudarse a
sí misma. Desde mi punto de vista, éste debería ser precisamente el
objetivo de todas las terapias.
Gracias a los casos cuya evolución he descrito aquí, y a otros similares
que he observado en los últimos años, llegué a una conclusión: que
tenemos que desechar la moral del cuarto mandamiento, adoptada
tempranamente a través de la educación, para garantizar un resultado
terapéutico positivo. Pero, por desgracia, la moral de la pedagogía
venenosa rige demasiadas terapias desde el principio o interviene en algún
punto de las mismas, porque el terapeuta todavía no se ha liberado de estas
obligaciones. Con frecuencia el cuarto mandamiento se solapa con los
preceptos del psicoanálisis. Incluso entonces, cuando al paciente se le ha
ayudado durante largo tiempo para que al fin reconozca las heridas y los
malos tratos sufridos, antes o después, como he explicado más arriba,
mencionará que el padre o la madre también tenían cosas buenas y que de
pequeño le dieron mucho por lo que el adulto actual debiera estar
agradecido. Semejante alusión basta para volver a desconcertar del todo al
paciente, pues precisamente este esfuerzo por ver el lado bueno de los
padres es lo que le ha llevado a reprimir sus percepciones y sentimientos,
tal como Kertész describe en su impactante libro.
Laura, por ejemplo, se puso en manos de un terapeuta que, ante todo, le
permitió desenmascararse por primera vez, reconocer que su dureza era
ficticia y confiar en alguien, alguien que le ayudó a encontrar el acceso a
sus sentimientos y recordar, además, su anhelo infantil de contacto y
cariño. Al igual que Veronika, Laura había buscado en su padre la
salvación de la frialdad materna; aunque, a diferencia del padre de
Veronika, el de Laura había mostrado mucho más interés en su hija y a
veces incluso había jugado con ella, con lo que hizo concebir a la niña la
esperanza de una buena relación. Sin embargo, el padre de Laura estaba al
corriente de los castigos de la madre y, aun así, dejó a su hija con ella, no
la protegió ni asumió ninguna responsabilidad sobre la niña. Y lo peor de