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numerosas enfermedades, apenas si podrá concentrarse, en ocasiones
pasará semanas en la enfermería y acabará contándose entre los peores
alumnos. Este descenso de su rendimiento se deberá a sus enfermedades;
es evidente que a nadie se le ocurrió que la cruel y absurda disciplina del
internado, donde tuvo que pasar ocho años, destrozó totalmente su cuerpo
y sus energías. No encontró, para expresar su necesidad, otro lenguaje que
las enfermedades, el lenguaje mudo del cuerpo, que durante siglos no fue
comprendido.
Friedrich Burschell escribió lo siguiente de esta escuela:
«Allí se descargó el desbordante patetismo de un joven sediento de libertad que, en los
años de mayor susceptibilidad, debió de sentirse encarcelado, pues las puertas del
recinto no se abrían más que para el paseo obligatorio que los alumnos daban bajo
vigilancia militar. Durante estos ocho años, Schiller no tuvo prácticamente ni un día
libre, sólo de vez en cuando disponía de un par de horas. Por aquel entonces no se
conocían las vacaciones escolares, no había permisos. El transcurso del día estaba
regulado de manera militar. En los grandes dormitorios los despertaban en verano a las
cinco y, en invierno, a las seis. Los suboficiales supervisaban los baños y que las camas
estuvieran bien hechas. Después los alumnos marchaban hasta la sala de maniobras
para formar, de ahí pasaban al comedor para el desayuno, consistente en pan y sopa de
harina. Toda actividad estaba reglada: sentarse, entrelazar las manos para rezar, la
marcha. De siete a doce había clases. A continuación venía la media hora en la que
Schiller recibía la mayoría de las reprimendas y lo llamaban cerdo: era el momento del
aseo, el llamado propreté. Luego había que ponerse el uniforme de desfile: la falda
plomiza con solapas negras, el chaleco blanco y los calzones, las vueltas, las botas y la
espada, el tricornio ribeteado y el plumero. Como el duque [2] no soportaba a los
pelirrojos, Schiller tenía que cubrirse el pelo con unos polvos; y llevaba, al igual que los
demás, una larga trenza postiza con dos papillotes pegados a las sienes. Así ataviados,
los alumnos marchaban para la formación de mediodía y luego entraban en el comedor.
Después de comer tenían que pasear y hacer ejercicio, a continuación había clase de
dos a seis, y luego otra vez propreté. El resto del día lo dedicaban al estudio.
Inmediatamente después de cenar, se iban a la cama. Hasta los veintiún años estuvo el
joven Schiller encorsetado en la camisa de fuerza de este régimen eternamente
rutinario» (Burschell 1958, pág. 25).
Schiller sufrió siempre de dolorosos calambres en distintos órganos; a
partir de los cuarenta años se sucedieron graves enfermedades, que le
provocaban delirios y que lo ponían constantemente al borde de la muerte,
muerte que tuvo lugar a sus cuarenta y seis años.