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nuestro alcance, pero sería una oportunidad para nosotros, para nuestros
hijos y, no en último lugar, para nuestro cuerpo, que nos ha conducido
hasta nuestra verdad.
No deja de asombrarme esta capacidad del cuerpo. Lucha contra la
mentira con una tenacidad y una inteligencia sorprendentes. Las
exigencias morales y religiosas no logran engañarlo ni confundirlo. Al
niño se le alimenta con moral, y éste acepta el alimento de buen grado
porque quiere a sus padres; pero durante la etapa escolar sufrirá un sinfín
de enfermedades. El adulto utiliza su brillante intelecto para luchar contra
la moral, es posible que sea filósofo o poeta. Sin embargo, sus verdaderos
sentimientos hacia su familia, que ya en la escuela quedaron ocultos por
sus achaques, bloquean su musculatura, como fue el caso de Schiller y
también de Nietzsche. Al final, el adulto será una víctima de sus padres, de
la moral y la religión de éstos, pese a que haya descubierto todas las
mentiras de la «sociedad». Pero reconocer la propia mentira, ver que uno
ha sido una víctima de la moral, es más difícil que escribir tratados
filosóficos o valientes dramas. Y, no obstante, son los procesos internos
del individuo, y no sus pensamientos disociados del cuerpo, los que
podrían contribuir a un provechoso cambio de nuestra mentalidad.
Quienes de pequeños hayan experimentado el amor y la comprensión
no tendrán ningún problema con su verdad. Pudieron desarrollar sus
capacidades y sus hijos se beneficiarán de eso. Ignoro cuál es el porcentaje
de estas personas. Sólo sé que siguen recomendándose las bofetadas como
medida pedagógica, que Estados Unidos, que se hace pasar por un modelo
de democracia y progreso, aún permite los golpes en las escuelas de
veintidós estados y que incluso defiende este «derecho» de los padres y
educadores cada vez con más fuerza. Es absurdo suponer que mediante la
violencia puede enseñarse a los niños lo que es la democracia; de lo que
infiero que no debe de haber tantas personas en el mundo que no hayan
experimentado este método educativo. Todas ellas tienen en común que
reprimieron muy pronto su oposición a la crueldad y que sólo les estaba
permitido crecer en la insinceridad interna. Es algo que se observa
continuamente. Si en una conversación alguien dice: «No quiero a mis
padres porque siempre me han humillado», seguro que recibirá de forma