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El cuerpo nunca miente - Alice Miller (2)

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El cuerpo, guardián de la verdad

Elisabeth, una mujer de veintiocho años, me escribió:

«Cuando yo era pequeña, mi madre me maltrataba cruelmente. En cuanto algo no le

gustaba, me daba puñetazos en la cabeza, me golpeaba ésta contra la pared y me tiraba

del pelo. Me resultaba imposible impedirlo, porque nunca llegué a entender las

verdaderas causas de estos ataques para evitar que volvieran a producirse. Por eso me

esforcé tanto como pude por reconocer los más leves cambios de humor de mi madre

ya en los primeros estadios, con la esperanza de evitar el ataque adaptándome a ella. En

algunas ocasiones lo conseguía, pero la mayoría de las veces no. Hace unos años sufrí

depresiones, busqué una terapeuta y le expliqué muchas cosas de mi infancia. Al

principio todo fue de maravilla. Daba la impresión de que me escuchaba, y eso me

aliviaba muchísimo. Entonces empezó a decir algunas cosas que no me gustaron, pero,

como siempre, logré hacer caso omiso de mis sentimientos y adoptar la misma

mentalidad que mi terapeuta. Parecía que estaba muy influida por la filosofía oriental y

en un principio creí que, si me escuchaba, eso no sería un obstáculo. Pero muy pronto

la terapeuta me explicó que tenía que hacer las paces con mi madre si no quería

pasarme toda la vida odiando. Entonces perdí la paciencia y dejé la terapia, no sin antes

decirle que, en lo que concernía a mis sentimientos hacia mi madre, estaba yo mejor

informada que ella. Bastaba con que le preguntara a mi cuerpo, porque cada vez que

veía a mi madre y reprimía mis sentimientos, graves síntomas daban la alarma. El

cuerpo parece insobornable y tengo la sensación de que conoce perfectamente mi

verdad, mejor que mi yo consciente; sabe todo lo que he vivido con mi madre. No me

permite doblegarme en favor de las normas convencionales. Ya no tengo migrañas ni

ciática, ni tampoco me siento aislada; eso siempre y cuando tome en serio sus mensajes

y los lleve a cabo. He tropezado con gente con la que he podido hablar de mi infancia,

y que me entiende porque tiene recuerdos parecidos a los míos; ya no quiero buscar

ningún terapeuta. Sería bonito encontrar a alguien a quien pudiera contarle lo que

quisiera y que me dejara vivir, que no quisiera alimentarme con moral y que pudiera

ayudarme a integrar mis recuerdos dolorosos. Aunque, con ayuda de algunos amigos,

ya estoy en camino de hacerlo. Estoy más cerca que nunca de mis sentimientos. Formo

parte de dos grupos de conversación en los que puedo expresar mis sentimientos y

probar una nueva forma de comunicación con la que me siento bien. Desde que hago

esto, ya casi no tengo achaques ni depresiones».

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