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En el tiovivo de los sentimientos
Hace algún tiempo pasé por delante de un tiovivo y me quedé un rato allí,
de pie, disfrutando de la alegría de los pequeños. La verdad es que era,
sobre todo, alegría lo que se reflejaba en los rostros de esos niños de
aproximadamente dos años. Pero no vi sólo alegría. En algunos se percibía
con claridad el miedo de ir a esa velocidad sin compañía y sentados al
volante de los cochecitos. Se percibía algo de miedo, pero también el
orgullo de ser mayores y por conducir, así como la curiosidad de qué
vendría a continuación, la intranquilidad de no saber dónde estaban sus
padres en ese momento. Realmente podía observarse cómo todos esos
sentimientos iban sucediéndose y poniéndose de manifiesto en la vorágine
del movimiento. Al irme de allí no pude menos de preguntarme qué le
sucede a un niño pequeño de entre uno y dos años cuando su cuerpo es
utilizado para las necesidades sexuales del adulto. ¿Cómo se me ocurrió
esta idea? Tal vez porque la alegría que mostraban esos niños me produjo
tensión y desconfianza. Pensé: «Dar tantas vueltas rápidas en círculo
podría resultarles extraño, inusual y angustioso a sus cuerpos».
Cuando bajaron, me parecieron preocupados y desconcertados. Todos
los niños se abrazaron con fuerza a sus padres. Quizá, pensé, esta clase de
sensación placentera no sea en absoluto adecuada para un alma infantil,
quizá no sea natural. Es un montaje artificial con el que hay gente que hoy
día gana dinero. Y volví de nuevo al tema que me ocupaba: ¿cómo debe de
sentirse una niña que sufre abusos sexuales cuando, por ejemplo, su madre
casi no la toca, porque la rechaza y, debido a su propia infancia, se impide
a sí misma cualquier efusividad? Después esa niña estará tan sedienta de