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El cuerpo nunca miente - Alice Miller (2)

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unánime los consejos habituales: que tiene que cambiar su actitud si

quiere convertirse en adulto, que no puede albergar odio en su interior si

quiere estar sano, que sólo podrá librarse del odio cuando haya perdonado

a sus padres. Que no existen los padres ideales, que a veces todos cometen

errores que hay que tolerar y que así el adulto aprende.

Los consejos parecen tan convincentes simplemente porque los

conocemos desde hace mucho tiempo, y quizá nos parezcan sensatos. Pero

no lo son. Muchos se basan en supuestos falsos, ya que no es cierto que el

perdón libere del odio. Sólo ayuda a taparlo y con ello a reforzarlo (en el

inconsciente). No es cierto que nuestra tolerancia aumente con la edad.

Todo lo contrario: el niño tolera los actos absurdos de sus padres, porque

los considera normales y no se le permite resistirse a ellos. Pero el adulto

sufre por la falta de libertad y por la imposición, y siente este sufrimiento

al relacionarse con las personas sustitutivas, los propios hijos y los

cónyuges. Su inconsciente miedo infantil a los padres le impide reconocer

la verdad. No es cierto que el odio nos lleve a enfermar; el odio reprimido

y disociado sí puede hacerlo, pero no el sentimiento exteriorizado y vivido

de forma consciente. Como adulto sólo siento el odio cuando estoy en una

situación en la que no puedo expresar mis sentimientos con libertad. En

esa situación de dependencia, empiezo a odiar. En cuanto rompa con ella

(y como adulto puede hacerse en la mayoría de los casos, salvo, claro está,

si se halla prisionero en un régimen totalitario), en cuanto pueda liberarme

de la dependencia que me esclaviza, ya no sentiré odio (véase el capítulo 3

de esta segunda parte). Pero si el odio está ahí, de nada sirve prohibirse

odiar, como ordenan todas las religiones. Hay que entender el odio para

poder elegir el comportamiento que libere a las personas de la

dependencia generadora del mismo.

Naturalmente, hay quienes desde pequeños han vivido separados de sus

sentimientos, han sido dependientes de instituciones como la Iglesia y han

dejado que se les dicte hasta dónde pueden permitirse sentir; y, en la

mayoría de los casos, parece que eso ha sido igual que nada. Pero no puedo

imaginarme que vaya a ser siempre así. En alguna parte, en algún

momento, tendrá lugar una rebelión, y el proceso de aturdimiento mutuo

cesará cuando los individuos, a pesar de los comprensibles miedos,

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