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unánime los consejos habituales: que tiene que cambiar su actitud si
quiere convertirse en adulto, que no puede albergar odio en su interior si
quiere estar sano, que sólo podrá librarse del odio cuando haya perdonado
a sus padres. Que no existen los padres ideales, que a veces todos cometen
errores que hay que tolerar y que así el adulto aprende.
Los consejos parecen tan convincentes simplemente porque los
conocemos desde hace mucho tiempo, y quizá nos parezcan sensatos. Pero
no lo son. Muchos se basan en supuestos falsos, ya que no es cierto que el
perdón libere del odio. Sólo ayuda a taparlo y con ello a reforzarlo (en el
inconsciente). No es cierto que nuestra tolerancia aumente con la edad.
Todo lo contrario: el niño tolera los actos absurdos de sus padres, porque
los considera normales y no se le permite resistirse a ellos. Pero el adulto
sufre por la falta de libertad y por la imposición, y siente este sufrimiento
al relacionarse con las personas sustitutivas, los propios hijos y los
cónyuges. Su inconsciente miedo infantil a los padres le impide reconocer
la verdad. No es cierto que el odio nos lleve a enfermar; el odio reprimido
y disociado sí puede hacerlo, pero no el sentimiento exteriorizado y vivido
de forma consciente. Como adulto sólo siento el odio cuando estoy en una
situación en la que no puedo expresar mis sentimientos con libertad. En
esa situación de dependencia, empiezo a odiar. En cuanto rompa con ella
(y como adulto puede hacerse en la mayoría de los casos, salvo, claro está,
si se halla prisionero en un régimen totalitario), en cuanto pueda liberarme
de la dependencia que me esclaviza, ya no sentiré odio (véase el capítulo 3
de esta segunda parte). Pero si el odio está ahí, de nada sirve prohibirse
odiar, como ordenan todas las religiones. Hay que entender el odio para
poder elegir el comportamiento que libere a las personas de la
dependencia generadora del mismo.
Naturalmente, hay quienes desde pequeños han vivido separados de sus
sentimientos, han sido dependientes de instituciones como la Iglesia y han
dejado que se les dicte hasta dónde pueden permitirse sentir; y, en la
mayoría de los casos, parece que eso ha sido igual que nada. Pero no puedo
imaginarme que vaya a ser siempre así. En alguna parte, en algún
momento, tendrá lugar una rebelión, y el proceso de aturdimiento mutuo
cesará cuando los individuos, a pesar de los comprensibles miedos,