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capa de sudor frío cubría mi piel. Temía perder mi vuelo. Se me hacía insoportable tener
que esperar una hora y media más para volver a pincharme. Cada noventa segundos
miraba el reloj.
»La drogodependencia convierte el tiempo en tu enemigo. Esperas. Siempre, en una
interminable cadena repetitiva, una y otra vez. Esperas a que pase el dolor, esperas a tu
camello, a volver a tener dinero, a tener una plaza para desintoxicarte o simplemente a
que, por fin, acabe el día. A que, por fin, todo acabe. Tras cada pinchazo, el reloj
vuelve a ponerse en marcha, imparable, en tu contra.
»Quizá sea esto lo más engañoso de la adicción: que todo y todos se convierten en
tus enemigos. El tiempo, tu cuerpo, que sólo llama la atención mediante odiosas
necesidades, los amigos y la familia, de cuya preocupación no puedes olvidarte, un
mundo que no hace más que plantearte exigencias que sientes que no puedes afrontar.
Nada estructura tanto la vida como la adicción. No deja lugar para las dudas ni para las
decisiones. La felicidad depende de la droga disponible. La adicción regula el mundo.
»Esa tarde estaba a sólo unos cientos de kilómetros de distancia de casa, pero tenía
la sensación de que aquello era el fin del mundo. Mi casa, era ahí donde me esperaba la
droga. No haber perdido el vuelo apaciguaría mi inquietud sólo por poco tiempo. El
despegue se había retrasado, volvía a sentir miedo. Habría podido llorar cada vez que
abría los ojos y veía que el avión seguía en la pista de despegue. El mono se extendía
lentamente por mis extremidades y me quemaba los huesos. Un dolor desgarrador
invadía mis brazos y mis piernas, como si los músculos y los tendones fueran
demasiado cortos».
Las emociones desterradas consiguen abrirse paso de nuevo y atacar al
cuerpo.
«En casa me esperaba Monika. Esa tarde había estado con nuestro camello, un
chico negro, y le había comprado heroína y cocaína. Yo le había dado el dinero
necesario antes de irme de viaje. Era nuestro trato: yo ganaba el dinero y ella salía a
buscar la droga.
»Yo odiaba a todos los yonquis, quería relacionarme lo menos posible con ese
mundo. Y en el trabajo reducía al correo electrónico y al fax mis contactos (si los había)
con los redactores, y sólo usaba el teléfono cuando el mensaje del contestador
automático no admitía demora. Con mis amigos hacía mucho tiempo que no hablaba;
de todas formas, no tenía nada que decirles.
»Cuántas horas me había pasado sentado en el baño durante las últimas semanas
intentando encontrar una vena que aún no estuviera completamente destrozada. La
cocaína corroe sobre todo las venas, y los innumerables pinchazos con jeringuillas sin
esterilizar hacen el resto. Mi cuarto de baño parecía una carnicería, con regueros de
sangre en el lavabo y en el suelo, y las paredes y el techo con salpicaduras.
»Ese día me había librado más o menos de los síntomas de abstinencia fumándome
por de pronto alrededor de un gramo de heroína; los polvos marrones se evaporan