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esperar mucho, sus avisos serán para él más comprensibles y dejará de manifestarse con
enigmáticos síntomas. Entonces descubrirá que sus terapeutas se han engañado, y
también le han engañado (a menudo sin querer), pues el perdón impide la cicatrización
de las heridas, por no hablar de su curación. Cualquiera puede comprobar por sí mismo
que el perdón nunca acaba con la pulsión a la repetición.
He intentado demostrar aquí que la ciencia lleva mucho tiempo
calificando de trasnochadas algunas opiniones supuestamente correctas.
Entre estas últimas figura, por ejemplo, la convicción de que el perdón
cura, que un mandamiento puede generar un amor verdadero o que el
fingimiento de sentimientos es compatible con la aspiración a la
sinceridad. Sin embargo, si critico tan engañosas ideas no significa ni
mucho menos que no apruebe ningún valor moral o que rechace toda
moral, como en ocasiones hoy hacen ostensible los provocativos
«abogados del diablo» (véase el artículo de Der Spiegel Online, del 18 de
diciembre de 2003, escrito por Alexander Smoltczyk: «Saddams
Verteidiger. Tyranosaurus Lex» [El defensor de Saddam. Tyranosaurus
Lex]).
Todo lo contrario: precisamente porque considero que hay valores muy
importantes, como la integridad, la conciencia, la responsabilidad o la
lealtad a uno mismo, me cuesta comprender la negación de realidades que
me parecen evidentes y que pueden demostrarse de manera empírica.
La huida del sufrimiento experimentado en la infancia puede
observarse tanto en la obediencia religiosa como en el cinismo, en la
ironía y demás formas de autoextrañamiento, que se ocultan, por ejemplo,
detrás de la filosofía o de la literatura. Pero el cuerpo acaba rebelándose.
Aun cuando se lo tranquilice provisionalmente con ayuda de drogas,
tabaco y medicamentos, acostumbra a tener la última palabra, porque
descubre el autoengaño con mayor rapidez que nuestra razón, sobre todo
cuando ésta ha sido entrenada para funcionar con un yo falso. Es posible
que uno ignore los mensajes del cuerpo, o incluso que se ría de ellos, pero,
en cualquier caso, merece la pena prestar atención a su rebelión; porque su
lenguaje es la expresión auténtica de nuestro verdadero yo y la fuerza de
nuestra vitalidad.