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El cuerpo nunca miente - Alice Miller (2)

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esperar mucho, sus avisos serán para él más comprensibles y dejará de manifestarse con

enigmáticos síntomas. Entonces descubrirá que sus terapeutas se han engañado, y

también le han engañado (a menudo sin querer), pues el perdón impide la cicatrización

de las heridas, por no hablar de su curación. Cualquiera puede comprobar por sí mismo

que el perdón nunca acaba con la pulsión a la repetición.

He intentado demostrar aquí que la ciencia lleva mucho tiempo

calificando de trasnochadas algunas opiniones supuestamente correctas.

Entre estas últimas figura, por ejemplo, la convicción de que el perdón

cura, que un mandamiento puede generar un amor verdadero o que el

fingimiento de sentimientos es compatible con la aspiración a la

sinceridad. Sin embargo, si critico tan engañosas ideas no significa ni

mucho menos que no apruebe ningún valor moral o que rechace toda

moral, como en ocasiones hoy hacen ostensible los provocativos

«abogados del diablo» (véase el artículo de Der Spiegel Online, del 18 de

diciembre de 2003, escrito por Alexander Smoltczyk: «Saddams

Verteidiger. Tyranosaurus Lex» [El defensor de Saddam. Tyranosaurus

Lex]).

Todo lo contrario: precisamente porque considero que hay valores muy

importantes, como la integridad, la conciencia, la responsabilidad o la

lealtad a uno mismo, me cuesta comprender la negación de realidades que

me parecen evidentes y que pueden demostrarse de manera empírica.

La huida del sufrimiento experimentado en la infancia puede

observarse tanto en la obediencia religiosa como en el cinismo, en la

ironía y demás formas de autoextrañamiento, que se ocultan, por ejemplo,

detrás de la filosofía o de la literatura. Pero el cuerpo acaba rebelándose.

Aun cuando se lo tranquilice provisionalmente con ayuda de drogas,

tabaco y medicamentos, acostumbra a tener la última palabra, porque

descubre el autoengaño con mayor rapidez que nuestra razón, sobre todo

cuando ésta ha sido entrenada para funcionar con un yo falso. Es posible

que uno ignore los mensajes del cuerpo, o incluso que se ría de ellos, pero,

en cualquier caso, merece la pena prestar atención a su rebelión; porque su

lenguaje es la expresión auténtica de nuestro verdadero yo y la fuerza de

nuestra vitalidad.

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