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El cuerpo nunca miente - Alice Miller (2)

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pequeña, que desde que nació había estado en constante tratamiento

médico. Esta situación se prolongó durante años: llevaba a la niña a ver a

la doctora, le administraba los medicamentos prescritos, visitaba con

regularidad a su terapeuta y no quería dejar de justificar a sus padres.

Nunca tuvo conciencia de haber sufrido a causa de sus padres, sino sólo a

causa de su hija. Hasta que un día se le acabó la paciencia: con un nuevo

terapeuta pudo, por fin, admitir la ira contra sus padres contenida desde

hacía treinta años. Y entonces ocurrió el milagro, que, en realidad, no era

tal: en el plazo de unos días su hija empezó a jugar normal, sus síntomas

desaparecieron y formuló preguntas para las que obtuvo respuestas claras.

Fue como si la madre hubiese salido de una densa niebla y ahora fuese

capaz de percibir a su hija. Y un niño así, que no es utilizado como objeto

de proyecciones, puede jugar tranquilo sin necesitar corretear como un

loco. Ya no tiene la irrealizable misión de salvar a la madre o, al menos, de

empujarla hacia su verdad a través de su propio «trastorno».

La comunicación auténtica se basa en hechos, facilita la transmisión de

los sentimientos e ideas propios; en cambio, una comunicación confusa se

basa en la tergiversación de los hechos y en la acusación a otros de las

emociones indeseadas que uno tiene, emociones que, en el fondo, van

dirigidas hacia los padres. La pedagogía venenosa sólo conoce esta forma

de trato manipulador. Hasta hace poco tiempo estaba generalizada, pero

también hay excepciones, como el ejemplo del que hablaré a continuación.

Mary, de siete años, se negaba a ir a la escuela porque la profesora le

había pegado. Su madre, Flora, estaba desesperada, no podía llevar a la

niña a la fuerza. Además, ella nunca había pegado a su hija. Fue a ver a la

profesora, le expuso los hechos y le pidió que se disculpara con la niña. La

profesora reaccionó indignada: «¿Adónde iríamos a parar si los profesores

tuviéramos que pedir disculpas a los niños?». Creía que Mary merecía la

bofetada por no haberla escuchado mientras le hablaba. Flora le dijo con

tranquilidad: «Si un niño no la escucha, tal vez sea porque le da miedo su

voz o la expresión de su cara. Y pegándole, lo único que conseguirá es que

tenga aún más miedo. En lugar de pegarles habría que hablar con los niños

y ganarse su confianza para que la tensión y el miedo desapareciesen».

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