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El cuerpo nunca miente - Alice Miller (2)

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sentimientos de culpa que nuestros padres nos inculcan desde muy pronto.

Ella misma había tenido muchos miedos poco antes de percatarse de que,

en realidad, no quería a sus padres, sino que quería quererlos y los había

engañado a ellos, y a sí misma, con el sentimiento del amor. Después de

haber aceptado su verdad, los miedos se disiparon.

Creo que a mucha gente le ocurriría lo mismo si alguien les dijera:

«No tienes por qué querer y honrar a unos padres que te han hecho daño.

No tienes por qué obligarte a sentir nada, porque obligarse nunca ha traído

nada bueno. En tu caso puede ser destructivo; sería tu cuerpo el que

pagaría por ello».

Ese debate confirmó mi sensación de que a veces nos pasamos la vida

obedeciendo a un fantasma que, en nombre de la educación, la moral o la

religión, nos fuerza a ignorar nuestras necesidades naturales, a reprimirlas

y luchar contra ellas para acabar pagándolo con enfermedades cuyo

sentido no podemos ni queremos entender, y que intentamos curar con

medicamentos. Cuando en algunas terapias se consigue acceder al

verdadero yo mediante el despertar de las emociones reprimidas, algunos

terapeutas, siguiendo el ejemplo de los grupos de alcohólicos anónimos,

hablan de un poder superior, con lo que minan la confianza que se le da al

individuo desde que nace, la confianza en su capacidad de sentir lo que es

bueno para él y lo que no.

Esta confianza me la arrebataron mis padres desde que nací. Tuve que

aprender a ver y juzgar todo lo que sentía con los ojos de mi madre, y, por

decirlo así, a aniquilar mis sentimientos y mis necesidades. De ahí que,

con el tiempo, perdiera considerablemente mi capacidad de percibir esas

necesidades y de buscar su satisfacción. He tardado, por ejemplo, cuarenta

y ocho años de mi vida en descubrir mi necesidad de pintar y permitirme

hacerlo. Pero, al fin, lo he conseguido. Más aún he tardado en hacer valer

mi derecho a no querer a mis padres. A medida que pasaban los años, iba

dándome cuenta del gran daño que me había hecho yo misma al

esforzarme en querer a alguien que había perjudicado tanto mi vida.

Porque ese esfuerzo me apartaba de mi verdad, me obligaba a traicionarme

a mí misma, a desempeñar un papel que me habían adjudicado desde muy

pequeña, el papel de la niña buena que tenía que someterse a unas

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