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trabajando, Judith se percató de lo agradecido que estaba su cuerpo desde
que ya no se obligaba a tener relaciones de esa índole. De pequeña careció
de esa opción, tuvo que vivir con una madre que había sido testigo de su
sufrimiento con indiferencia y que con sus normas había refutado todos
los comentarios de la niña. Judith no conoció otra cosa que el rechazo cada
vez que decía alguna verdad propia que se salía de lo establecido. Y para
un niño ese rechazo es como la pérdida de la madre, de ahí que sea
equiparable al peligro de muerte. El miedo a este peligro no pudo ser
superado en la primera terapia, porque las exigencias morales de la
terapeuta de Judith alimentaban continuadamente esta sensación. Son
influencias muy sutiles que en la mayoría de los casos nos pasan
inadvertidas debido a que están en absoluta concordancia con los valores
tradicionales con los que hemos crecido. En general, se daba y se da por
sentado que todos los padres tienen derecho a que se les honre, aun cuando
hayan actuado de manera destructiva con sus hijos. Pero tan pronto como
uno decida abandonar esta escala de valores, le resultará de lo más
grotesco escuchar que una mujer adulta debe honrar a unos padres que la
maltrataron de forma brutal o que presenciaron los malos tratos sin decir
nada.
Y, sin embargo, consideramos que este absurdo es normal. Es
asombroso que incluso terapeutas y autores universalmente reconocidos
no hayan podido aún desprenderse de la idea de que perdonar a los padres
es la coronación de una terapia exitosa. Aunque en la actualidad esta
convicción se defiende con menor seguridad que hace algunos años, como
era el caso, las expectativas a ella vinculadas son incalculables y contienen
el mensaje: «Pobre de ti si no cumples el cuarto mandamiento». Es cierto
que dichos autores suelen creer que no hay que darse prisa y perdonar al
comienzo de la terapia, sino que primero hay que aceptar las emociones
fuertes, pero la mayoría coincide en que algún día uno tiene que haber
logrado la madurez adecuada. Estos expertos dan por sentado que es bueno
e importante que, al final, uno pueda perdonar a los padres de todo
corazón. A mi juicio, esta opinión desorienta, porque nuestro cuerpo no
consta sólo de corazón, y nuestro cerebro no es sólo un contenedor al que
en la clase de religión se le meten estos disparates y contradicciones con