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dejó crecer en ella, de pequeña sólo recurría a mí cuando me necesitaba, pero nunca
estuvo ahí. Y después me ha evitado. Éstos son los hechos a los que me quiero ceñir.
No quiero evitar más la realidad.
»9 de abril de 1998
»He vuelto a adelgazar bastante y el psiquiatra del hospital nos ha dado la dirección
de una terapeuta. Se llama Susan. Ya he hablado dos veces con ella. Hasta ahora la cosa
va bien. No es como el psiquiatra. Con ella me siento comprendida, y eso es un gran
alivio. No intenta convencerme de nada, escucha, pero también habla, dice lo que
piensa y me anima a decir lo que pienso y a confiar en mis sentimientos. Le he hablado
de Nina y he llorado mucho. Todavía sigo sin poder comer, pero ahora, en cambio,
entiendo mejor y con más profundidad por qué me pasa esto. Durante dieciséis años me
han estado alimentando mal, y ya estoy harta. Si con ayuda de Susan no encuentro el
valor para conseguir el alimento adecuado, seguiré con mi huelga de hambre. ¿Es esto
una huelga de hambre? Yo no lo veo así. Simplemente, no tengo ganas de comer, no
tengo apetito. No me gustan las mentiras, no me gusta la hipocresía ni las evasiones.
Me encantaría poder hablar con mis padres, explicarles cosas de mí y que me contaran
lo que les pasó de pequeños, cómo ven hoy la vida. Nunca han hablado de eso.
Siempre han intentado inculcarme buenos modales, evitando todo lo que fuera un poco
personal. Pero estoy hasta el gorro. ¿Y por qué no me largo y ya está? ¿Por qué siempre
acabo volviendo a casa y sufriendo por la forma en que me tratan? ¿Porque me dan
pena? Eso también, pero debo reconocer que sigo necesitándolos, que sigo echándolos
de menos, aunque sé que nunca podrán darme lo que me gustaría que me dieran. Es
decir, que mi razón lo sabe, pero la niña que hay en mí no puede entenderlo ni saberlo.
Tampoco desea saberlo; desea, simplemente, que la quieran, y no puede comprender
que desde un buen principio no haya recibido amor. ¿Podré aceptar esto alguna vez?
»Susan cree que aprenderé a aceptarlo. Por suerte, no me dice que me equivoco con
mis sentimientos. Me anima a tomar en serio y creer lo que percibo. Y eso es
maravilloso, nunca lo había vivido con esta intensidad. Con Klaus tampoco. Cuando le
explico algo a Klaus, a menudo me dice: “Eso es lo que tú crees”, como si él supiera
mejor que yo lo que siento. Pero el pobre Klaus, que tan importante se cree, no hace
otra cosa que repetir lo que le decían sus padres: “Tus sentimientos te confunden,
haznos caso…”, etcétera. Es probable que sus padres hablen así por la costumbre,
porque es una forma de hablar, ya que, en el fondo, no son como mis padres. Están
mucho más predispuestos a escuchar y aceptar a Klaus, sobre todo su madre. Ella suele
hacerle preguntas y da la impresión de que de verdad quiere entenderlo. A mí me
encantaría que mi madre me hiciera esa clase de preguntas. Pero a Klaus no le gusta. Le
gustaría que su madre lo dejara en paz y le dejara averiguar las cosas por sí mismo, sin
querer ayudarle siempre. Y está en su derecho de querer eso, pero esta actitud suya
también le distancia de mí. No me deja acercarme a él. Me gustaría hablar de esto con
Susan.
»11 de julio de 1998