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Y, pese a todo, uno se pregunta: ¿no tuvo Patrice Alégre otra salida que
la de asesinar, la de estrangular una y otra vez a mujeres en medio de sus
gemidos y quejidos? El lector se dará cuenta enseguida de que era a la
madre a quien estrangulaba cada vez a través de las distintas mujeres, a la
madre que de niño lo había condenado a este suplicio. Pero él apenas si
podía comprenderlo. De ahí que necesitara víctimas. Aún hoy asegura que
quiere a su madre. Y debido a que nadie le ayudó, debido a que no
encontró ningún testigo cómplice que le posibilitara y le permitiera
reconocer sus deseos de que su madre muriera, hacerlos conscientes y
entenderlos, esos deseos proliferaron en él y lo impulsaron a matar a otras
mujeres en lugar de matar a su madre. «¿Así de sencillo?», se preguntarán
muchos psiquiatras. Sí, en mi opinión es mucho más sencillo que lo que
hemos aprendido, más sencillo que lo que tuvimos que aprender para
poder honrar a nuestros padres y no sentir el odio que merecían. Pero el
odio de Patrice no hubiese matado a nadie si lo hubiera vivido de manera
consciente. Nacía del tan a menudo alabado apego a la madre, apego que
lo empujó a asesinar. De pequeño sólo podía esperar que fuera su madre
quien lo salvara, porque junto a su padre su vida estaba en constante
peligro de muerte. ¿Cómo un niño que tiene sobre sí la continua amenaza
de terror de su padre va a permitirse, además, odiar a su madre o cuando
menos ver que no puede esperar de ella ayuda alguna? Tuvo que forjarse
una ilusión y aferrarse a ella, pero el precio de ésta lo pagaron sus
numerosas víctimas posteriores. Los sentimientos no matan, y la vivencia
consciente de su desengaño con respecto a su madre, incluso de su
necesidad de estrangularla, no habría acabado con la vida de nadie. Es la
supresión de la necesidad, la disociación de todos los sentimientos
negativos, inconscientemente dirigidos contra la madre, lo que lo impulsó
a sus fatales actos.