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De pronto a la profesora se le humedecieron los ojos, se hundió en su
silla y susurró: «De pequeña no conocí otra cosa que las palizas, nadie
hablaba conmigo; todavía oigo a mi madre gritándome: “Nunca me
escuchas, ¿qué voy a hacer contigo?”».
Flora quedó desconcertada; había ido con la intención de decirle a la
profesora que desde hacía mucho tiempo estaba prohibido pegar en las
escuelas y que la iba a denunciar. Sin embargo, se hallaba ante una persona
auténtica con la que podía hablar. Al fin, las dos mujeres pensaron juntas
lo que podía hacerse para que la pequeña Mary recuperara la confianza.
Ahora fue la profesora la que se ofreció a disculparse con la niña, cosa que
hizo. Le explicó a Mary que no tenía por qué volver a sentir miedo, pues,
de cualquier modo, pegar estaba prohibido y lo que ella había hecho no
estaba permitido. Le explicó que estaba en su derecho de quejarse, porque
también los profesores cometían errores.
Mary volvió a ir contenta a la escuela, y desde entonces incluso sintió
simpatía por esta mujer que había tenido el valor de reconocer su error.
Seguro que la niña entendió claramente que las emociones de los adultos
dependen de sus propias historias y no del comportamiento de los niños. Y
cuando su comportamiento y su desamparo desaten emociones fuertes en
los adultos, los niños no deben sentirse culpables por ello, como tampoco
deben hacerlo cuando los adultos intenten echarles la culpa («te he pegado
porque has…»).
Un niño que haya vivido la experiencia que Mary vivió no se
responsabilizará, a diferencia de tantas personas, de las emociones ajenas,
sino sólo de las suyas.