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La carta de Elisabeth sonaba muy esperanzada, por lo que al cabo de
un año no me sorprendió recibir otra en la que me decía:
«No he buscado ninguna terapia nueva y estoy bien. Durante este año no he visto a mi
madre ni una sola vez y tampoco tengo necesidad de hacerlo, pues los recuerdos
infantiles de su brutalidad están en mí tan vivos que me protegen de cualquier ilusión y
esperanza de recibir de ella aquello que de pequeña tanto necesité. Aunque a veces lo
eche de menos, sé dónde no tengo que buscarlo de ninguna manera. En contra del
vaticinio de mi terapeuta, no albergo odio en mi interior. No necesito odiar a mi madre,
porque ya no dependo de ella desde un punto de vista emocional. Pero la terapeuta no
entendió esto. Quería liberarme de mi odio y no vio que, sin pretenderlo, me habría
empujado a él, que este odio era precisamente la expresión de mi dependencia y que
ella lo habría generado de nuevo. Si llego a seguir sus consejos, habría vuelto a surgir.
Hoy ya no tengo que sufrir por fingir, por eso no siento odio alguno. Es el odio de la
niña dependiente el que habría perpetuado con mi terapeuta de no haberla dejado en el
momento adecuado».
Me encantó la solución que Elisabeth había encontrado. Por supuesto,
conozco a personas que no lo tienen todo tan claro ni poseen esta fuerza y
que, sin duda, necesitan terapeutas que les apoyen en su camino hacia sí
mismos sin plantearles exigencias morales. Quizá mediante los informes
existentes sobre las terapias que dan buenos resultados y las que no, la
conciencia de los terapeutas pueda ensancharse, de modo que puedan
librarse de la ponzoña de la pedagogía venenosa y no dispensen sus
terapias sin miramientos.
El que uno pierda o no todo contacto con los padres no es algo
decisivo. El proceso de separación, el camino del niño a la edad adulta, se
realiza en el interior de las personas. A veces la interrupción del contacto
es lo único que puede hacerse para satisfacer las propias necesidades. No
obstante, cuando el contacto parezca lleno de sentido, sólo debe darse
después de que uno tenga claro lo que está dispuesto a soportar y lo que
no, no únicamente después de saber lo que a uno le ha sucedido, sino
también después de haber valorado cómo eso le ha afectado, qué
consecuencias ha tenido en su vida. Cada destino es diferente, y la forma
externa de las relaciones puede variar de infinitas maneras. Sin embargo,
hay una regularidad inamovible: