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calzador, sino un ser vivo con una memoria absoluta de aquello que le ha
sucedido. Quien perciba esto en su totalidad tal vez diga: «Dios no puede
pedirme que crea algo que me parece contradictorio y perjudica mi vida».
¿Podemos esperar de los terapeutas que, si es necesario, se opongan al
sistema de valores de nuestros padres para acompañarnos hacia nuestra
verdad? Estoy convencida de que, cuando uno inicia una terapia, puede y
hasta debe esperarlo, sobre todo si ya ha llegado a un punto en el que
puede tomar en serio el mensaje de su cuerpo. Esto me escribió, por
ejemplo, una joven llamada Dagmar:
«Mi madre tiene una enfermedad de corazón. Me gustaría ser simpática con ella, hablar
con ella junto a su cama, e intento ir a verla tan a menudo como puedo. Pero cada vez
me entra un dolor de cabeza insoportable, me despierto de madrugada bañada en sudor
y, finalmente, entro en estado depresivo y tengo pensamientos suicidas. En los sueños
me veo de pequeña, cuando mi madre me arrastraba por el suelo y yo gritaba, gritaba y
gritaba. ¿Cómo puedo conciliar todo esto? Tengo que ir a verla, porque es mi madre.
Pero no quiero acabar con mi vida ni estar enferma. Necesito a alguien que me ayude y
me diga cómo puedo tranquilizarme. No quiero mentirme a mí misma ni a mi madre
jugando a ser la hija simpática. Pero tampoco quiero ser cruel y dejarla sola en su
enfermedad».
Dagmar acabó hace unos años una terapia en la que perdonó a su
madre su crueldad. Pero en vista de la grave enfermedad de ésta, volvieron
a asaltarle las viejas emociones de niña, emociones que la confundían.
Hubiese preferido suicidarse a no poder responder a las expectativas de la
madre, la sociedad o la terapeuta. Le encantaría ser ahora la hija amorosa
que acompañara a su madre, pero no puede serlo sin mentirse a sí misma.
Su cuerpo se lo ha dicho inequívocamente.
Con este ejemplo no pretendo defender que no haya que asistir a los
padres con amor ante la muerte; cada uno debe decidir por sí mismo lo que
le parezca correcto. Pero cuando nuestro cuerpo nos recuerda con tanta
claridad nuestra historia de malos tratos sufridos en el pasado, no tenemos
más opción que tomar en serio su modo de hablarnos. En ocasiones las
personas desconocidas pueden asistir mucho mejor a una mujer en su
último trance, porque no han sufrido a manos de ésta, no necesitan
obligarse a mentir ni pagar la mentira con depresiones, y pueden mostrarse