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«Creció entonces su ira, contra sí mismo y contra sus padres. Dado que eran ellos los
causantes de su miedo, de esta cruel inactividad, de sus sollozos, de sus migrañas y su
insomnio, con gusto les hubiese hecho daño o incluso hubiese preferido, en lugar de
recibir a su madre con insultos, explicarle que renunciaba a todos los trabajos, que por
las noches se iría a dormir a otra parte, que le parecía que su padre era un estúpido… y
todo ello porque él tenía la necesidad de golpear a diestro y siniestro, de devolverle a su
madre con palabras, que eran como bofetadas, parte del daño que le había hecho. Pero
estas palabras que no podía expresar permanecieron en su interior y actuaron como un
veneno que no se puede eliminar y que contamina todos sus miembros; sus pies, sus
manos temblaban y se crispaban en medio del vacío, en busca de una víctima» (Ibíd.,
pág. 22).
En cambio, tras la muerte de su madre, Proust sólo expresa amor por
ella. ¿Qué ha sido de la vida auténtica de dudas e intensos sentimientos?
Todo se transformó en arte, y esta huida de la realidad Proust la pagó con
el asma.
En una carta del 9 de marzo de 1903, Marcel escribe a su madre: «Pero
no tengo aspiración alguna a la alegría. Hace tiempo que renuncié a ella»
(Proust 1970, pág. 109). Y en diciembre de ese mismo año: «Mas al menos
imploro a la noche el plan de una vida sometida a tu voluntad…» (Ibíd.,
pág. 122), y más adelante, en esta misma carta: «Pues prefiero tener
ataques y gustarte a no tenerlos y no gustarte» (Ibíd., pág. 123). Muy
significativa para el conflicto entre el cuerpo y la moral es esta cita sacada
de una carta de Proust escrita a principios de diciembre de 1902:
«La verdad es que tan pronto como me encuentro bien, tú lo destrozas todo hasta que
vuelvo a sentirme mal, porque la vida que me procura una mejora a ti te produce
irritación… Es triste que no pueda tener a la vez tu cariño y mi salud» (Ibíd., pág. 105).
Los famosos recuerdos que afloran en la célebre escena en que Proust
moja la magdalena en el té ponen de manifiesto uno de esos escasos
momentos de felicidad en que se sentía a salvo y protegido por su madre.
Cierto día, a los once años, volvió helado y empapado de un paseo, y su
madre lo abrazó y le dio un té caliente con una magdalena. Sin reproches.
Obviamente, eso bastó para que durante un tiempo desaparecieran las
angustias mortales del niño, que probablemente permanecían latentes