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distintos elementos como la gratitud, la compasión, las expectativas, las
negaciones, las ilusiones, el miedo, la obediencia y el temor al castigo.
He dedicado mucho tiempo a estudiar por qué algunas personas
consideran que sus terapias han sido un éxito y otras, pese a décadas de
análisis o terapias, siguen atascadas en sus síntomas sin poder librarse de
ellos. He constatado que, en todos los casos que acabaron positivamente,
las personas pudieron librarse de la relación destructiva del niño
maltratado cuando contaron con un apoyo que les permitió desvelar su
historia y expresar su indignación por el comportamiento de sus padres.
Esas personas, de adultas, pudieron organizar sus vidas con mayor libertad
sin necesidad de odiar a sus padres. Pero no pudieron hacerlo aquellos que
en sus terapias fueron exhortados a perdonar creyendo que el perdón
conllevaría un éxito curativo. Éstos quedaron aprisionados en la situación
del niño pequeño que cree que quiere a sus padres, pero que en el fondo se
deja controlar y (en forma de enfermedades) se deja destruir por los padres
que ha tenido interiorizados toda su vida. Semejante dependencia fomenta
el odio que está reprimido pero que, no obstante, sigue activo y empuja a
agredir a inocentes. Sólo odiamos cuando nos sentimos impotentes.
He recibido cientos de cartas que documentan mi afirmación. Por
ejemplo, Paula, una chica de veintiséis años y que padece alergias, me
escribió diciendo que, de pequeña, su tío la acosaba cada vez que los
visitaba y le tocaba con descaro los pechos en presencia de otros
miembros de la familia. Este tío, sin embargo, era la única persona que
prestaba atención a la niña y le dedicaba tiempo en sus visitas. Nadie la
protegió y, cuando se quejó de su tío, sus padres le dijeron que no tenía que
habérselo permitido. Nadie salió en su defensa; antes bien, le cargaron con
la responsabilidad. Ahora el tío tenía cáncer y Paula no quería ir a verlo,
porque estaba furiosa con el anciano. Pero su terapeuta creyó que más
adelante lamentaría su negativa y que no hacía falta que disgustase a su
familia, que eso no le serviría de nada; de modo que Paula fue a verlo
reprimiendo su verdadera indignación. Poco después de la muerte de su
tío, el recuerdo de este acoso derivó hacia algo completamente distinto.
Ahora Paula sentía incluso amor por su tío fallecido. La terapeuta estaba
contenta con ella y ella, a su vez, consigo misma; por lo visto, el amor la