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información antes de llegar a un buen nivel de análisis, ésta no podría
soportarlo.
Quizás, hace un tiempo, yo hubiera compartido esta opinión, pero tras
mis últimas experiencias tiendo a pensar que nunca es demasiado pronto
para decirle al niño maltratado lo que uno percibe con claridad y para
ponernos de su lado. Kristina Meyer luchó con un valor inusitado por su
verdad, y merecía que desde el comienzo alguien reconociera su confusión
y la acompañara en ella. Siempre soñó con que la psicoanalista la abrazara
alguna vez y la consolara, pero ésta, fiel a su método, jamás hizo realidad
el inocente deseo de Kristina. De haberlo hecho, a lo sumo le habría
podido transmitir que existen los abrazos de cariño que respetan las
fronteras con el otro y que además demuestran que uno no está solo en el
mundo. Puede que hoy día, cuando hay un sinfín de terapias corporales, la
obstinada negativa de la psicoanalista a dejarse conmover por la tragedia
de su paciente parezca extraña, pero desde la perspectiva del psicoanálisis
es del todo comprensible.
Volvamos al punto de partida de este capítulo y a la imagen de los
niños dando vueltas en el tiovivo, cuyas caras, en mi opinión, además de
alegría reflejaban también miedo y desazón. En realidad, mi comparación
de esa situación con las de abuso sexual no pretendía ser general, fue más
bien una idea por la que me dejé llevar. Sin embargo, sí hay que tomar
absolutamente en serio las emociones contradictorias a las que de niños y
adultos solemos estar expuestos. Cuando de pequeños nos relacionamos
con adultos que nunca han intentado aclarar sus sentimientos, a menudo
nos vemos confrontados con un caos que nos desconcierta sobremanera.
Para escapar de esa confusión y de ese desconcierto recurrimos al
mecanismo de disociación y represión. No sentimos ningún miedo,
queremos a nuestros padres, confiamos en ellos y, cueste lo que cueste,
tratamos de satisfacer sus deseos para que estén contentos con nosotros.
Será sólo más tarde, en la edad adulta, cuando este miedo tenderá a
proyectarse sobre el cónyuge; y no lo entenderemos. También entonces
querremos, como en la infancia, aceptar en silencio las contradicciones del
otro para ser queridos, pero el cuerpo manifestará su aspiración a la verdad