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Casi todas las instituciones contribuyen a esta huida de la verdad. Son
dirigidas por personas, y a la mayoría de las personas les da miedo la
palabra infancia. Este miedo se halla en todas partes, en las consultas de
los médicos y los psicoterapeutas, en los despachos de los abogados, en los
tribunales y, no en menor medida, en los medios de comunicación.
En cierta ocasión, una librera me habló de un programa de televisión
sobre los malos tratos infantiles. Por lo visto, se emitieron casos de una
gran crueldad, entre ellos el de una de las llamadas «madres con el
síndrome de Münchhausen»: una enfermera que cuando iba con sus hijos a
la consulta del médico se hacía pasar por una madre muy cariñosa y
entregada, pero que en casa utilizaba medicamentos para provocarles de
manera intencionada enfermedades, de las que acabaron muriendo sin que
en un principio se sospechara de ella. A la librera le había indignado que
los expertos del debate no hubieran dicho nada acerca de por qué hay
madres así. Como si se tratara de una fatalidad divina. «¿Por qué no
dijeron la verdad?», me preguntó; «¿por qué estos expertos no dijeron que
esas madres fueron gravemente maltratadas en el pasado y que con su
conducta no hacen sino repetir lo que ellas han vivido?». Le contesté: «Lo
dirían si lo supieran, pero está claro que no lo saben». «¿Y cómo es
posible que yo lo sepa sin ser una experta?», preguntó la mujer, y siguió:
«Me ha bastado con leer un par de libros. Desde que los leí, mi relación
con mis hijos ha cambiado mucho. Entonces, ¿cómo puede ser que un
experto diga que, por suerte, son pocos los casos extremos de malos tratos
a los niños y que sus causas se desconocen?».
La actitud de mi interlocutora me hizo comprender que tenía que
escribir otro libro sobre ese tema, incluso aunque quizá falte algún tiempo
para que muchos puedan vivirlo como un alivio. No obstante, no dudo de
que ya habrá algunos que podrán corroborarlo por propia experiencia.
Mis intentos de transmitirle al Vaticano los conocimientos sobre la
importancia de la primera infancia me han demostrado la imposibilidad de
despertar el sentimiento de misericordia en hombres y mujeres que al
comienzo de sus vidas aprendieron a reprimir sus sentimientos verdaderos