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El cuerpo nunca miente - Alice Miller (2)

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un niño que uno desea que sea diferente de cómo es? Si quiero siempre ser diferente de

como soy, y si eso es lo que Klaus también quiere de mí, no puedo quererme a mí

misma ni creer que los demás vayan a hacerlo. ¿A quién quieren entonces? ¿A la

persona que no soy? ¿A la persona que soy, pero que quieren cambiar para poder

quererla? No quiero esforzarme por un “amor” así, ya me he cansado de él.

»Y ahora, animada por la terapia, le he escrito todo esto a Klaus. Me daba miedo

comentarle esto y que él no lo entendiera. O (lo que temía aún más) que se lo tomara

como un reproche. Pero no ha sido ésa mi intención. Lo único que he intentado es

abrirme, y esperaba que así Klaus pudiera entenderme mejor. Le he explicado

claramente por qué estoy cambiando y que quiero incluirlo a él, que no quiero

excluirlo.

»Su respuesta no fue inmediata. Temía su enfado, que se impacientara porque

siempre me estoy rompiendo la cabeza, temía su rechazo, pero esperaba una opinión

sobre lo que le había escrito. En vez de eso, y tras varios días de espera, recibí una

carta, que me escribió desde donde estaba pasando él las vacaciones y que me dejó

boquiabierta. Me daba las gracias por la carta, pero no mencionaba para nada su

contenido. En cambio, me explicaba lo que hacía en vacaciones, las excursiones por la

montaña que tenía previstas y con quién salía por las noches. Ahora sí que estaba hecha

polvo. Mi sentido común me decía que le había pedido demasiado. Que no estaba

acostumbrado a interesarse por los sentimientos de los demás, menos aún por los suyos

propios, y que por eso mi carta no había servido absolutamente de nada. Pero, si quería

tomar mis sentimientos en serio, esta reflexión sobre el sentido común no me ayudaba

nada. Me sentía como aniquilada, como si no hubiese escrito nada en absoluto. ¿Quién

soy para que me traten como si no fuera nadie?, pensaba. Sentí que se me partía el

alma.

»En la terapia con Susan, al conectar con mis sentimientos, lloré como una niña que

corre el peligro cierto de que la maten. Por suerte, Susan no intentó disuadirme de este

sentimiento y decirme que ya no había peligro. Me dejó llorar, me abrazó como si fuera

una niña, me acarició la espalda y en ese momento entendí por primera vez que durante

toda mi infancia lo único que había conocido era la aniquilación de mi alma. Lo que

acababa de vivir con Klaus, que, simplemente, había ignorado mi carta, no era nada

nuevo. Era algo que conocía muy bien, desde hacía mucho tiempo. Lo único nuevo era

que, por primera vez, podía reaccionar a esta vivencia con dolor, que podía sentir el

dolor. En mi infancia nadie estuvo ahí para facilitarme esto. Nadie me abrazó ni me

mostró tanta comprensión como la que ahora sentía en compañía de Susan. Primero el

dolor me resultó inaccesible y luego se manifestó con la anorexia nerviosa, sin que yo

lo entendiese.

»Lo que la anorexia decía una y otra vez era que, si nadie quería hablar conmigo,

me moriría de hambre. Cuanto menos comía, más signos de incomprensión recibía del

entorno. Como la reacción de Klaus a mi carta. Los médicos me dieron órdenes, mis

padres las duplicaron, el psiquiatra me amenazaba con que me iba a morir si no

empezaba a comer y me recetó medicamentos para poder hacerlo. Todos querían

obligarme a tener apetito, pero yo no tenía hambre de esta clase de comunicación

defectuosa que me habían ofrecido. Y lo que buscaba parecía inalcanzable.

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