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un niño que uno desea que sea diferente de cómo es? Si quiero siempre ser diferente de
como soy, y si eso es lo que Klaus también quiere de mí, no puedo quererme a mí
misma ni creer que los demás vayan a hacerlo. ¿A quién quieren entonces? ¿A la
persona que no soy? ¿A la persona que soy, pero que quieren cambiar para poder
quererla? No quiero esforzarme por un “amor” así, ya me he cansado de él.
»Y ahora, animada por la terapia, le he escrito todo esto a Klaus. Me daba miedo
comentarle esto y que él no lo entendiera. O (lo que temía aún más) que se lo tomara
como un reproche. Pero no ha sido ésa mi intención. Lo único que he intentado es
abrirme, y esperaba que así Klaus pudiera entenderme mejor. Le he explicado
claramente por qué estoy cambiando y que quiero incluirlo a él, que no quiero
excluirlo.
»Su respuesta no fue inmediata. Temía su enfado, que se impacientara porque
siempre me estoy rompiendo la cabeza, temía su rechazo, pero esperaba una opinión
sobre lo que le había escrito. En vez de eso, y tras varios días de espera, recibí una
carta, que me escribió desde donde estaba pasando él las vacaciones y que me dejó
boquiabierta. Me daba las gracias por la carta, pero no mencionaba para nada su
contenido. En cambio, me explicaba lo que hacía en vacaciones, las excursiones por la
montaña que tenía previstas y con quién salía por las noches. Ahora sí que estaba hecha
polvo. Mi sentido común me decía que le había pedido demasiado. Que no estaba
acostumbrado a interesarse por los sentimientos de los demás, menos aún por los suyos
propios, y que por eso mi carta no había servido absolutamente de nada. Pero, si quería
tomar mis sentimientos en serio, esta reflexión sobre el sentido común no me ayudaba
nada. Me sentía como aniquilada, como si no hubiese escrito nada en absoluto. ¿Quién
soy para que me traten como si no fuera nadie?, pensaba. Sentí que se me partía el
alma.
»En la terapia con Susan, al conectar con mis sentimientos, lloré como una niña que
corre el peligro cierto de que la maten. Por suerte, Susan no intentó disuadirme de este
sentimiento y decirme que ya no había peligro. Me dejó llorar, me abrazó como si fuera
una niña, me acarició la espalda y en ese momento entendí por primera vez que durante
toda mi infancia lo único que había conocido era la aniquilación de mi alma. Lo que
acababa de vivir con Klaus, que, simplemente, había ignorado mi carta, no era nada
nuevo. Era algo que conocía muy bien, desde hacía mucho tiempo. Lo único nuevo era
que, por primera vez, podía reaccionar a esta vivencia con dolor, que podía sentir el
dolor. En mi infancia nadie estuvo ahí para facilitarme esto. Nadie me abrazó ni me
mostró tanta comprensión como la que ahora sentía en compañía de Susan. Primero el
dolor me resultó inaccesible y luego se manifestó con la anorexia nerviosa, sin que yo
lo entendiese.
»Lo que la anorexia decía una y otra vez era que, si nadie quería hablar conmigo,
me moriría de hambre. Cuanto menos comía, más signos de incomprensión recibía del
entorno. Como la reacción de Klaus a mi carta. Los médicos me dieron órdenes, mis
padres las duplicaron, el psiquiatra me amenazaba con que me iba a morir si no
empezaba a comer y me recetó medicamentos para poder hacerlo. Todos querían
obligarme a tener apetito, pero yo no tenía hambre de esta clase de comunicación
defectuosa que me habían ofrecido. Y lo que buscaba parecía inalcanzable.