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El cuerpo nunca miente - Alice Miller (2)

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miedo le acompaña aún hoy y, por mucho que se esfuerce por seguir los

regímenes, come tanto como antes; porque su necesidad de «alimentarse»

correctamente, es decir, de no depender de los padres y preocuparse de su

propio bienestar, es tan fuerte que sólo hay una manera adecuada de

satisfacerla, y no es comiendo demasiado. La comida nunca podrá

satisfacer esta necesidad de libertad, y la libertad de comer y beber tanto

como uno quiera no puede matar el hambre de autodeterminación, no

puede sustituir a la auténtica libertad.

Antes de despedirse de mí, Andreas me dijo con decisión que ese

mismo día pondría un anuncio para buscar casa, y que no le cabía ninguna

duda de que pronto encontraría una. A los pocos días me comunicó que

había encontrado una casa que le gustaba más que la de sus padres y cuyo

alquiler, además, era más bajo. ¿Por qué tardó tanto en ocurrírsele una

solución tan sencilla? Porque en la casa de sus padres Andreas tenía la

esperanza de obtener de ellos, al fin, aquello que de pequeño tanto había

anhelado. Pero lo que no le habían dado de niño tampoco podían dárselo

de adulto. Seguían tratándolo como si fuera su propiedad, no le

escuchaban cuando expresaba sus deseos y daban por sentado que él tenía

que reformar la casa e invertir dinero en ella sin recibir nada a cambio,

porque eran sus padres y creían que estaban en el derecho de hacerlo. Él

también lo creía. Fue al hablar con un testigo cómplice, para lo que yo

misma me ofrecí, cuando abrió los ojos. Entonces se dio cuenta de que

estaba dejándose utilizar como en la infancia y de que aún consideraba que

tenía que estar agradecido por ello. Ahora ya podía renunciar a la ilusión

de que sus padres algún día cambiarían. Unos meses después me escribió:

«Mis padres intentaron hacerme sentir culpable cuando me fui de la casa. No

querían dejarme ir. Cuando vieron que ya no podían obligarme a nada, me ofrecieron

bajar el alquiler y devolverme parte del dinero que les había pagado. Entonces me di

cuenta de que no había sido yo quien había salido ganando con el contrato, sino ellos.

No accedí a ninguna de sus propuestas, pero el proceso entero no estuvo exento de

dolor. Tuve que ver claramente la verdad. Y eso me dolió. Sentí el dolor del niño que

fui, que nunca fue amado ni escuchado, al que nunca se le prestó atención y que

siempre se dejó utilizar con la esperanza de que algún día todo fuera distinto. Y

entonces ocurrió el milagro, y cuanto más sentía más adelgazaba. Ya no necesitaba el

alcohol para velar mis sentimientos, tenía la cabeza clara y, cuando a veces surgía la

ira, sabía contra quién iba dirigida: no contra mis hijos ni mi mujer, sino contra mis

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