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miedo le acompaña aún hoy y, por mucho que se esfuerce por seguir los
regímenes, come tanto como antes; porque su necesidad de «alimentarse»
correctamente, es decir, de no depender de los padres y preocuparse de su
propio bienestar, es tan fuerte que sólo hay una manera adecuada de
satisfacerla, y no es comiendo demasiado. La comida nunca podrá
satisfacer esta necesidad de libertad, y la libertad de comer y beber tanto
como uno quiera no puede matar el hambre de autodeterminación, no
puede sustituir a la auténtica libertad.
Antes de despedirse de mí, Andreas me dijo con decisión que ese
mismo día pondría un anuncio para buscar casa, y que no le cabía ninguna
duda de que pronto encontraría una. A los pocos días me comunicó que
había encontrado una casa que le gustaba más que la de sus padres y cuyo
alquiler, además, era más bajo. ¿Por qué tardó tanto en ocurrírsele una
solución tan sencilla? Porque en la casa de sus padres Andreas tenía la
esperanza de obtener de ellos, al fin, aquello que de pequeño tanto había
anhelado. Pero lo que no le habían dado de niño tampoco podían dárselo
de adulto. Seguían tratándolo como si fuera su propiedad, no le
escuchaban cuando expresaba sus deseos y daban por sentado que él tenía
que reformar la casa e invertir dinero en ella sin recibir nada a cambio,
porque eran sus padres y creían que estaban en el derecho de hacerlo. Él
también lo creía. Fue al hablar con un testigo cómplice, para lo que yo
misma me ofrecí, cuando abrió los ojos. Entonces se dio cuenta de que
estaba dejándose utilizar como en la infancia y de que aún consideraba que
tenía que estar agradecido por ello. Ahora ya podía renunciar a la ilusión
de que sus padres algún día cambiarían. Unos meses después me escribió:
«Mis padres intentaron hacerme sentir culpable cuando me fui de la casa. No
querían dejarme ir. Cuando vieron que ya no podían obligarme a nada, me ofrecieron
bajar el alquiler y devolverme parte del dinero que les había pagado. Entonces me di
cuenta de que no había sido yo quien había salido ganando con el contrato, sino ellos.
No accedí a ninguna de sus propuestas, pero el proceso entero no estuvo exento de
dolor. Tuve que ver claramente la verdad. Y eso me dolió. Sentí el dolor del niño que
fui, que nunca fue amado ni escuchado, al que nunca se le prestó atención y que
siempre se dejó utilizar con la esperanza de que algún día todo fuera distinto. Y
entonces ocurrió el milagro, y cuanto más sentía más adelgazaba. Ya no necesitaba el
alcohol para velar mis sentimientos, tenía la cabeza clara y, cuando a veces surgía la
ira, sabía contra quién iba dirigida: no contra mis hijos ni mi mujer, sino contra mis