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El cuerpo nunca miente - Alice Miller (2)

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tiempo todavía me sentía «como en casa». Este boicot todavía existe, pero,

a diferencia de mi infancia, mi vida ya no depende del reconocimiento «de

la familia». El libro se ha abierto camino, y las afirmaciones antes

«prohibidas» son hoy, tanto para los profanos como para los expertos en la

materia, una evidencia.

Son muchos los que durante este tiempo se han sumado a mi crítica del

proceder de Freud, y la mayoría de los profesionales concede cada vez más

atención a las graves consecuencias del maltrato infantil, al menos

teóricamente. De modo que no han acabado conmigo y he sido testigo de

cómo mi voz se ha impuesto. Por eso, por experiencia, confío en que

también este libro sea algún día entendido. Incluso aunque al principio

pueda sorprender, dado que la mayoría de las personas esperan ser amadas

por sus padres y no quieren perder esta esperanza. Pero muchos entenderán

el libro en cuanto quieran entenderse a sí mismos. La sorpresa disminuirá

cuando se den cuenta de que no están solos en su conocimiento y de que ya

no están expuestos a los peligros de su infancia.

Judith, que en la actualidad tiene cuarenta años, sufrió de pequeña los

más brutales abusos sexuales a manos de su padre. Su madre nunca la

protegió. Mediante una terapia consiguió eliminar la represión y dejar que

sus síntomas se fueran curando después de haberse alejado de sus padres.

Pero el miedo al castigo, que hasta la terapia había permanecido disociado

y que sólo gracias a ésta aprendió a sentir, persistió durante largo tiempo.

Y fue sobre todo por eso, porque su terapeuta era de la opinión de que uno

no puede estar sano del todo si rompe totalmente el contacto con sus

padres. De ahí que Judith intentara entablar una conversación con su

madre. Y cada vez se encontró con el rechazo más absoluto y la

desaprobación, porque no sabía que «hay cosas que uno nunca debería

decirles a los padres». Los reproches de su hija iban en contra del

mandamiento «honrarás a tu padre y a tu madre» y eran, por tanto, una

ofensa a Dios, decían las cartas de la madre.

Las reacciones de la madre ayudaron a Judith a percibir las fronteras

de su terapeuta, unas fronteras víctimas de un esquema que parecía

proporcionar a la terapeuta la certeza de saber qué es lo que uno debía o

podía hacer. Gracias a otra terapeuta, con la que llevaba poco tiempo

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