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La droga, el engaño al cuerpo
En mi infancia tuve que aprender a reprimir mis reacciones espontáneas a
las afrentas —reacciones como la rabia, la ira, el dolor y el miedo— por
temor a un castigo. Más tarde, en mi etapa escolar, me sentía incluso
orgullosa de mi capacidad de autocontrol y de mi contención. Creía que
esta capacidad era una virtud, y esperaba verla también en mi primer hijo.
Sólo cuando pude liberarme de esta actitud me fue posible entender el
sufrimiento de un niño al que se le prohíbe reaccionar de manera adecuada
a las heridas y experimentar su forma de relacionarse con sus emociones
en un entorno favorable, para que más adelante, en su vida, en vez de
temer sus sentimientos encuentre en ellos una orientación.
Por desgracia, a mucha gente le ha ocurrido lo mismo que a mí. De
pequeños no se les permitió mostrar sus emociones, por lo que no las
vivieron y más tarde las anhelaron. En las terapias algunos han conseguido
encontrar sus emociones reprimidas y vivirlas, con lo que éstas se han
transformado en sentimientos conscientes que la persona puede entender
desde su propia historia, y ya no necesita temer. Sin embargo, otros han
rechazado este camino porque no han podido o no han querido confiar a
nadie sus trágicas experiencias. Son los que en la actual sociedad de
consumo se sienten como en casa. Es de buen tono no mostrar los
sentimientos salvo en un estado excepcional, el producido tras el consumo
de alcohol y drogas; de lo contrario, lo que gusta es ridiculizar los
sentimientos (los ajenos y los propios). El arte de la ironía suele estar bien
remunerado en el mundo del espectáculo y el periodismo; es decir, que
incluso es posible ganar mucho dinero con la supresión efectiva de los