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El cuerpo nunca miente - Alice Miller (2)

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darnos todo aquello que nos negaron nuestros padres. A eso lo llamamos

decencia y moral. El niño raras veces tiene elección. Si es preciso, se

esforzará toda su vida por darles a sus padres algo de lo que carece y que

desconoce, porque nunca lo ha obtenido de ellos: un amor auténtico e

incondicional, no sólo para cubrir las apariencias. Aun así, se esforzará,

porque incluso como adulto cree que necesita a sus padres y, a pesar de

todos los desengaños, sigue albergando la esperanza de obtener algo bueno

de ellos.

Si el adulto no se libera de ese peso, este esfuerzo puede ser su

perdición. Produce ilusión, compulsión, apariencia y autoengaño.

El vivo deseo de muchos padres de ser queridos y honrados por sus

hijos encuentra su supuesta legitimación en el cuarto mandamiento. En

cierta ocasión, vi por casualidad en televisión un programa sobre este tema

en el que todos los religiosos invitados, que profesaban diversas creencias,

afirmaron que había que honrar a los padres al margen de lo que hubieran

hecho. Es así como se incentiva la dependencia de un niño, y los creyentes

no saben que, de adultos, pueden abandonar esta posición. A la luz de los

conocimientos actuales, el cuarto mandamiento encierra una

contradicción. Es verdad que la moral puede dictar lo que debemos y no

debemos hacer, pero no lo que debemos sentir. Porque no podemos

producir ni eliminar sentimientos auténticos; lo único que podemos hacer

es disociarlos, mentirnos a nosotros mismos y engañar a nuestros cuerpos.

Aunque, como he dicho antes, nuestro cerebro ha almacenado nuestras

emociones, y éstas son recuperables, podemos revivirlas y, por fortuna, se

pueden transformar sin peligro en sentimientos conscientes, cuyo sentido

y causas podremos reconocer si damos con un testigo cómplice.

La extraña idea de que debemos amar a Dios para que no nos castigue

por habernos rebelado y haberlo decepcionado, y nos recompense con su

amor misericordioso, es también una manifestación de nuestra

dependencia y necesidad infantil, al igual que la aceptación de que Dios,

como nuestros padres, está sediento de nuestro amor. Pensándolo bien, ¿no

es ésta una idea del todo grotesca? Un ser supremo, que depende de

sentimientos falsos porque la moral así lo dictamina, recuerda mucho la

necesidad que tenían nuestros padres frustrados y no autónomos. Sólo las

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