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darnos todo aquello que nos negaron nuestros padres. A eso lo llamamos
decencia y moral. El niño raras veces tiene elección. Si es preciso, se
esforzará toda su vida por darles a sus padres algo de lo que carece y que
desconoce, porque nunca lo ha obtenido de ellos: un amor auténtico e
incondicional, no sólo para cubrir las apariencias. Aun así, se esforzará,
porque incluso como adulto cree que necesita a sus padres y, a pesar de
todos los desengaños, sigue albergando la esperanza de obtener algo bueno
de ellos.
Si el adulto no se libera de ese peso, este esfuerzo puede ser su
perdición. Produce ilusión, compulsión, apariencia y autoengaño.
El vivo deseo de muchos padres de ser queridos y honrados por sus
hijos encuentra su supuesta legitimación en el cuarto mandamiento. En
cierta ocasión, vi por casualidad en televisión un programa sobre este tema
en el que todos los religiosos invitados, que profesaban diversas creencias,
afirmaron que había que honrar a los padres al margen de lo que hubieran
hecho. Es así como se incentiva la dependencia de un niño, y los creyentes
no saben que, de adultos, pueden abandonar esta posición. A la luz de los
conocimientos actuales, el cuarto mandamiento encierra una
contradicción. Es verdad que la moral puede dictar lo que debemos y no
debemos hacer, pero no lo que debemos sentir. Porque no podemos
producir ni eliminar sentimientos auténticos; lo único que podemos hacer
es disociarlos, mentirnos a nosotros mismos y engañar a nuestros cuerpos.
Aunque, como he dicho antes, nuestro cerebro ha almacenado nuestras
emociones, y éstas son recuperables, podemos revivirlas y, por fortuna, se
pueden transformar sin peligro en sentimientos conscientes, cuyo sentido
y causas podremos reconocer si damos con un testigo cómplice.
La extraña idea de que debemos amar a Dios para que no nos castigue
por habernos rebelado y haberlo decepcionado, y nos recompense con su
amor misericordioso, es también una manifestación de nuestra
dependencia y necesidad infantil, al igual que la aceptación de que Dios,
como nuestros padres, está sediento de nuestro amor. Pensándolo bien, ¿no
es ésta una idea del todo grotesca? Un ser supremo, que depende de
sentimientos falsos porque la moral así lo dictamina, recuerda mucho la
necesidad que tenían nuestros padres frustrados y no autónomos. Sólo las