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respuesta y el individuo se siente totalmente aislado e incapaz de hacerse
oír.
Algo parecido le sucedió a Anita Fink durante largo tiempo. En el
origen de su enfermedad estaba el anhelo nunca satisfecho de un contacto
auténtico con sus padres y sus amigos. El hambre era indicio de la
carencia, y Anita al fin logró curarse cuando percibió que había personas
que querían y podían entenderla. Desde septiembre de 1997, Anita, que
entonces tenía dieciséis años, empezó a escribir, en el hospital, un diario:
«Lo han conseguido, he aumentado de peso y tengo más esperanzas. No, no son
ellos los que lo han conseguido, desde el principio no han parado de darme la lata en
este horrible hospital; ha sido todavía peor que en casa: tienes que hacer esto, tienes
que hacer lo otro, esto puedes hacerlo y esto no, quién te has creído que eres, aquí se te
ayudará pero tienes que confiar y obedecer, si no nadie podrá ayudarte. ¡Maldita sea!
¿De dónde sale vuestra arrogancia? ¿Cómo voy a curarme si sigo vuestras estúpidas
órdenes y no soy para vosotros más que una ridícula pieza de vuestra maquinaria? Me
moriría. ¡Y no quiero morir! Es lo que decís de mí, pero es mentira, es absurdo. Quiero
vivir, pero no como se me ordena, porque entonces podría morir. Quiero vivir como la
persona que soy. Pero no me dejan. Nadie me deja. Todos tienen planes para mí. Y con
estos planes acaban con mi vida. Esto es lo que me hubiese gustado decirles, pero
¿cómo? ¿Cómo se les va a decir algo así a unas personas que vienen a este hospital a
hacer su trabajo, que en el informe sólo quieren apuntar sus éxitos (“Anita, ¿ya te has
comido medio panecillo?”), y que por las noches se alegran de dejar, al fin, a los
esqueletos y escuchar buena música en sus casas?
»Nadie quiere escucharme. Y el simpático del psiquiatra finge que escucharme es el
objetivo de su visita, pero me da la impresión de que sus objetivos son otros muy
distintos, lo veo claramente en su manera de animarme, de quererme animar a vivir
(¿cómo se anima a eso?), de explicarme que aquí todos quieren ayudarme, que seguro
que mi enfermedad remitirá cuando gane confianza; que sí, que estoy enferma porque
no confío en nadie, pero que aquí aprenderé a hacerlo. Entonces el hombre mira qué
hora es y supongo que piensa lo bien que podrá disertar sobre este caso en el seminario
de esta noche, diciendo que ha encontrado la clave de la anorexia: la confianza. ¡Qué
tonto! ¿Qué pretendes conseguir predicando la confianza? Todo el mundo me habla de
confianza, pero ¡no la merecen! Y tú finges que me escuchas, pero lo único que quieres
es impresionarme, quieres gustarme, deslumbrarme, que te admire y, por las noches,
encima hacer un buen negocio a mi costa, y explicarles a tus colegas del seminario la
habilidad con la que has logrado que una mujer inteligente gane confianza.
»¡Qué tío tan engreído! Por fin he descubierto tu juego, a mí no vuelves a
colármela; no es gracias a ti por lo que estoy mejor, sino gracias a Nina, la mujer de la
limpieza portuguesa, que a veces se ha quedado conmigo por las noches y me ha
escuchado de verdad, que se indignó con mi familia antes de que yo misma me
atreviese a hacerlo, posibilitando así mi propia indignación. Gracias a las reacciones