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El cuerpo nunca miente - Alice Miller (2)

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libre, todavía era posible. Fue posible con otras personas, pero sólo cuando

comprendí toda la verdad sobre mi infancia y entendí que me había sido

imposible comunicarme con franqueza con mis padres, y cuánto había

llegado a sufrir de pequeña por eso. Sólo entonces tropecé con personas

que pudieron entenderme y con las que pude expresarme con franqueza y

libertad. Mis padres murieron hace mucho tiempo, pero me imagino que, a

aquéllos cuyos padres siguen vivos, este camino, lógicamente, les

resultará más difícil. Las expectativas originadas en la infancia pueden

llegar a ser tan fuertes como para que el individuo renuncie a lo que es

bueno para él con el objetivo de, por fin, ser como sus padres quieren que

sea, para no perder la ilusión del amor.

Karl, por ejemplo, describe su confusión de la siguiente manera:

«Quiero a mi madre, pero ella no se lo cree, porque me confunde con mi padre, que la

martirizaba. Eso me pone furioso, pero no quiero que ella vea mi rabia, porque

entonces le estaría demostrando que soy como mi padre. Y eso no es verdad. Así que

tengo que refrenar mi rabia para no darle la razón, y entonces no siento ningún amor

por ella, sino odio. No quiero odiarla, quiero que me vea y me quiera tal como soy, y

no que me odie como a mi padre. ¿Qué tengo que hacer para hacer las cosas bien?».

La respuesta es que es imposible hacer las cosas bien cuando uno toma

como guía a otra persona. Uno sólo puede ser quien es, y no puede obligar

a los padres a quererlo. Hay padres que únicamente pueden querer las

máscaras de sus hijos y, en el momento en que el hijo se quita la máscara,

suelen decir lo que ya he mencionado antes: «Quisiera que siguieras

siendo como eras».

La ilusión de que «merecemos» el amor de los padres sólo se sostiene

si negamos lo que sucedió. Esta ilusión se desmoronará en cuanto

decidamos ver la verdad con todas sus ramificaciones; entonces cesará el

autoengaño que hemos estado alimentando por medio del alcohol, las

drogas y los medicamentos. Anna, de treinta y cinco años y madre de dos

hijos, me preguntó: «¿Qué le contesto a mi madre cada vez que me dice:

“Lo único que desearía es que me demostraras tu amor. Antes lo hacías,

pero ¡ahora has cambiado tanto!”? Me encantaría responderle: “Sí, he

cambiado porque ahora siento que no siempre he sido sincera contigo. Me

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