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¿Puedo decirlo?
Aún recuerdo bien los miedos que me acompañaron mientras escribía Du
sollst nicht merken [Prohibido sentir]. En aquel entonces me absorbía el
hecho de que la Iglesia hubiera podido condenar el descubrimiento de
Galileo Galilei durante trescientos años, y que el cuerpo de Galileo
reaccionara con la ceguera cuando le obligaron a retractarse. Me invadía la
impotencia. Sabía con certeza que había dado con una ley no escrita, con
el uso espantoso del niño en pro de las necesidades de venganza del adulto,
una realidad tabú en la sociedad: no se nos permite sentir.
Así pues, si había decidido acabar con este tabú, ¿no debía esperar los
peores castigos? Sin embargo, mi miedo me ayudó a entender muchas
cosas, entre otras, que, exactamente por esta razón, Freud había
traicionado sus conocimientos. ¿Debía seguir entonces sus huellas y
retractarme de lo que yo sabía acerca de la frecuencia y las consecuencias
de los malos tratos infantiles para no hacer temblar los pilares de la
sociedad, para no ser atacada ni rechazada? ¿Podía yo haber visto algo que
tantas otras personas, que seguían venerando ciegamente a Freud, no
hubieran visto: su traición a sí mismo? Recuerdo que mi cuerpo
reaccionaba con síntomas cada vez que quería negociar conmigo misma, y
me preguntaba si podía llegar a un arreglo, si quería publicar sólo una
parte de la verdad. Sufrí trastornos digestivos y alteraciones del sueño, y
caí en estados depresivos. Cuando entendí que no había acuerdo posible,
desaparecieron los síntomas.
Lo que siguió a la publicación fue realmente un auténtico rechazo del
libro y de mi persona por parte de mi mundo profesional, donde en aquel