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caricias que aceptará cada contacto corporal con gratitud, casi como la
realización de un deseo apremiante. Pero de alguna manera se sentirá
dolida cuando su padre, en el fondo, abuse de su verdadero ser, de su
anhelo de comunicación auténtica y de contacto afectivo, cuando su
cuerpo sea sólo utilizado con el fin de que el adulto se masturbe o
confirme su propio poder.
Podría ser que esta niña reprimiera profundamente sentimientos como
la decepción, la tristeza y la ira por haberse sentido traicionada, por la
promesa incumplida, y que siguiera abrazando a su padre porque no
pudiera perder la esperanza de que éste cumpliera algún día la promesa de
los primeros contactos, de que le devolviera la dignidad y le enseñara lo
que es el amor. Pues, de lo contrario, no habría nadie más a su alrededor
que le hubiese prometido amor. Pero esta esperanza puede ser destructiva.
Podría ocurrir que esta chica sufriera de adulta una compulsión a la
automutilación y tuviera que buscar terapias, y que cuando se hiciera daño
experimentara una especie de placer. Poco más podría sentir, porque los
abusos del padre la habrían llevado prácticamente a aniquilar sus propios
sentimientos y éstos ya no estarían disponibles. O podría ser que esta
mujer tuviera un eccema genital, como el que describe Kristina Meyer, la
autora del libro Das doppelte Geheimnis [Doble misterio]. Se sometió a
tratamiento con todo un abanico de síntomas que indicaban de modo
inequívoco que de pequeña había sufrido abusos sexuales a manos de su
padre. Su psicoanalista no tuvo esa sospecha de inmediato, pero según mi
leal saber y entender, acompañó a Kristina hasta que ésta pudo rescatar de
la más absoluta represión su historia de las crueles y brutales violaciones
llevadas a cabo por su padre. El proceso duró seis años, fueron unas
sesiones analíticas duras a las que siguió una terapia de grupo y otras
medidas terapéuticas corporales.
Supuestamente, semejante proceso podría haber sido más corto si,
desde el principio, la analista hubiera podido interpretar un eccema genital
como un indicio inequívoco de un temprano abuso del cuerpo de la niña.
Pero es evidente que, hace dieciséis años, la analista todavía no era capaz
de hacerlo. Creía que, si obligaba a Kristina a enfrentarse con esta