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Enchiridion Symbolorum (Denzinger).pdf

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Y no es de maravillar que tales novedades hayan ya dado sus venenosos frutos<br />

casi en todas las partes de la teología. Se pone en duda que la razón humana, sin el<br />

auxilio de la revelación y de la gracia divina, pueda demostrar la existencia de un Dios<br />

personal por argumentos deducidos de las cosas creadas; se niega que el mundo haya<br />

tenido principio y se pretende que la creación del mundo es necesaria, como quiera que<br />

procede de la liberalidad necesaria del amor divino; niégase igualmente a Dios la eterna<br />

e infalible presciencia de las acciones libres de los hombres; todo lo cual es contrario a<br />

las declaraciones del Concilio Vaticano.<br />

Algunos plantean también la cuestión de si los ángeles son criaturas personales y<br />

si la materia difiere esencialmente del espíritu. Otros desvirtúan el concepto de<br />

“gratuidad” del orden sobrenatural, como quiera que opinan que Dios no puede crear<br />

seres intelectuales sin ordenarlos y llamarlos a la visión beatifica. Y no es eso solo,<br />

porque se pervierte el concepto de pecado original, sin atención alguna a las<br />

definiciones tridentinas, y lo mismo el de pecado en general, en cuanto es ofensa de<br />

Dios, y el de satisfacción que Cristo pagó por nosotros. Tampoco faltan quienes<br />

pretenden que la doctrina de la transustanciación, como apoyada que está en una noción<br />

filosófica de sustancia ya anticuada, ha de ser corregida en el sentido de que la<br />

presencia real de Cristo en la Santísima Eucaristía se reduzca a una especie de<br />

simbolismo, en cuanto las especies consagradas sólo son signos eficaces de la presencia<br />

espiritual de Cristo y de su intima unión con los fieles miembros de su Cuerpo místico.<br />

Algunos no se creen obligados por la doctrina hace pocos años expuesta en<br />

nuestra Carta Encíclica y apoyada en las fuentes de la revelación, según la cual el<br />

Cuerpo místico de Cristo y la Iglesia Católica Romana son una sola y misma cosa.<br />

Algunos reducen a una fórmula vana la necesidad de pertenecer a la Iglesia verdadera<br />

para alcanzar la salvación eterna. Otros finalmente atacan el carácter racional de la<br />

“credibilidad” de la fe cristiana...<br />

Es cosa sabida cuán gran estima hace la Iglesia de la razón humana para<br />

demostrar con certeza la existencia de un solo Dios personal, para probar<br />

invenciblemente, por los signos divinos, los fundamentos de la misma fe cristiana,<br />

igualmente que para expresar de manera conveniente la ley que el Creador grabó en las<br />

almas de los hombres y, finalmente, para alcanzar algún conocimiento de los misterios<br />

y, por cierto, muy provechoso. Mas la razón sólo podrá desempeñar este servicio de<br />

modo apto y seguro si ha sido debidamente cultivada; es decir, cuando estuviere<br />

imbuida de aquella sana filosofía, que es ya, de tiempo atrás, como un patrimonio<br />

legado por las generaciones cristianas de pasadas edades y que, por ende, goza de una<br />

autoridad de orden superior, puesto que el magisterio mismo de la Iglesia ha pesado con<br />

el fiel de la revelación los principios y principales asertos de aquél, lentamente<br />

esclarecidos y definidos por hombres de grande inteligencia. Esta filosofía, reconocida y<br />

aceptada por la Iglesia, no sólo defiende el verdadero y auténtico valor del<br />

conocimiento humano, sino también los principios metafísicos inconcusos —a saber,<br />

los de razón suficiente, de causalidad y finalidad— y, finalmente, la consecución de la<br />

verdad cierta e inmutable.<br />

En esta filosofía se exponen ciertamente muchas cosas que ni: directamente ni<br />

indirectamente tocan las materias de fe y costumbres, y que, por tanto, la Iglesia deja a<br />

la libre discusión de los entendidos; pero no vige la misma libertad en muchas otras<br />

cosas, señaladamente acerca de los principios y asertos principales que arriba hemos<br />

recordado. Aun en estas cuestiones esenciales, se puede vestir a la filosofía con más<br />

propias y ricas vestiduras, reforzarla con más eficaces expresiones, despojarla de ciertos<br />

arreos menos aptos, propios de las escuelas, y enriquecerla también cautamente con

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