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EL ARTE NOCTURNO DE VICTOR DELHEZ - andes

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sabatinas, sin dejar que los muchachos se aproximaran a la dirección, donde sólo tenían acceso<br />

maestros e inspectores, a quienes confiaba la misión de administrar justicia y atender<br />

reclamaciones.<br />

El Liceo fue despejando temores. Confundido entre cuatrocientos muchachos, Víctor se<br />

desenvolvía con menos embarazo. Ocupaba las bancas del fondo, incapaz de vencer su aversión<br />

a las lecciones; retenida fácilmente un concepto general; pero se enredaba en las fechas y las<br />

deducciones particulares.<br />

—¿Han concluido? ¡Bien! El bedel recogerá los papeles.<br />

Pero al llegar el recreo, el profesor se aproximaba a Víctor y sonriendo decía:<br />

—No he querido humillarte delante de los otros. Eres el único que no ha resuelto el<br />

problema. ¿Por qué copiaste del que tenías al lado? Te falta malicia…<br />

Víctor, aturdido, pensaba con tristeza en el candor con que el maestro rural solía decir:<br />

"¡Ante todo la rectitud, hijos míos; sólo la rectitud!"<br />

Amberes le enseñó muchas cosas. Asimiló la malicia del lenguaje, la astucia para encubrir<br />

sus intenciones y una inclinación peligrosa a la mentira cuando ésta favorecía sus proyectos. Fue<br />

actor de numerosas pendencias, en las cuales dejó sentada fama de valiente. Se volvió calculador,<br />

como lo chicos de ciudad, que siempre están pensando sacar tajada del prójimo; y al cabo de<br />

pocos meses, pedido el rastro de su ingenuidad campesina, los aventajaba en la ciencia de<br />

cambiar objetos.<br />

Un grandulón de Bruselas, que repetía el tercer curso, le aconsejó: —cuando no te llevas<br />

bien con una materia, haz lo que yo hago; no trago las matemáticas, pero le regalo libros de vez en<br />

cuando al profesor y evito el aplazamiento.<br />

Víctor no pudo practicar esa diplomacia de la adulación al maestro; y su falta de habilidad<br />

para imitar al de Bruselas, debió las calificaciones desastrosas en gramática y en historia natural.<br />

Al regresar del Liceo, María Diels le examinaba la ropa, le alisaba el cabello y profería<br />

severos reproches por su negligencia. Si elevaba la voz discutiendo con sus hermanos, si ponía los<br />

codos en la mesa, si quedaba distraído, la madre lo volvía a tierra con una palabra:<br />

—Víctor…<br />

¿Víctor? En dos años no ha variado nada. De la tiranía del maestro rural a la tiranía<br />

materna. Siempre la llamada grave, que encubre un reproche y advierte una falta. María Diels lo<br />

enloquecía con sus preceptos de urbanidad.<br />

Cuando sus padres discutían se inclinaba por el hombre comprendiendo sin embargo, que<br />

la razón estaba casi siempre de parte de ella. Se negaba a reconocer la derrota de Antonio Delhez,<br />

a quien atribuía una grandeza de alma imaginaria en virtud de la cual se hacía el convencido para<br />

no disminuir la autoridad de María Diels ante sus hijos. ¿Por qué decían "tu" al padre y "Usted" a<br />

la madre? Esa jerarquía en el trato se le antojaba una injusticia irritante: ¿quién era, entonces, el<br />

jefe de la familia? A Víctor lo desesperaba ver que todos concluían aceptando las ideas de María<br />

Diels. Él mismo, huraño y desconfiado, predispuesto a una heroica resistencia, no podía sustraerse<br />

al imperio de sus bellos ojos. Si fuera fea —pensaba— nadie le obedecería; abusa de su belleza.<br />

Después de una derrota doméstica María Diels con lógica irrefutable hacía enmudecer a todos.<br />

Víctor Delhez, calándose la gorra hasta las cejas, se echaba a rodar furioso por las calles:<br />

—¡Qué diablos! Mi madre quiere mandarme en todo.<br />

Al abandonar el colegio se reunía a los audaces para recorrer el puerto. O visitaban<br />

rincones de la ciudad, regresando sucios y cansados, con la satisfacción de conocer un nuevo<br />

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