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EL ARTE NOCTURNO DE VICTOR DELHEZ - andes

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—¡Claro que no! Quién lo intenta se corta la salida. A Kant lo habríamos encerrado en casa<br />

de orates. A Lindberg lo acogimos no tanto por cruzar el Atlántico como por la humorada de traerse<br />

un gatito. Tristán Bernard es hijo natural de la villa con más derecho que una testa coronada.<br />

—Los "ismos" tenían que fructificar aquí. Pero que no sucederá lo mismo con el arte sólido<br />

que lo reemplace.<br />

—¡Alto, alto! Ya veo dónde vas; a resucitar la tesis historicista: donde no hay pensamiento<br />

profundo falta madurez, sobreviene la decadencia…<br />

—¿Qué otra cosa podría surgir de la frivolidad, de una inquietud versátil presta a<br />

disolvernos?<br />

—No señor; decadencia es justamente lo contrario. La extrema gravedad, el prejuicio del<br />

sistema encadenan al espíritu. La amplitud de los tiempos modernos nace en la garganta del<br />

venerable Cura de Meudon; y es la carcajada de Rabelais, no la angustia de Fausto la que resuena<br />

sobre la ciudad cosmopolita.<br />

—Vuelve al pasado, querido vanguardista. Sólo falta mencionar el cuarteto clásico de<br />

Moliére, La Fontaine, Lesage, Voltaire para explicar el ingenio francés por el humor pretérito.<br />

Seuphor intentaba una respuesta, cuando a la altura de la Plaza de la Bastilla tropezaron<br />

con una manifestación.<br />

Hombres y mujeres conducían banderas rojas y cartelones alusivos a la revolución;<br />

siempre lo mismo: ¡Queremos pan! Viva la justicia social. Aumento de salarios. ¡Muera el<br />

capitalismo! ¿Tierras para el pueblo? Detrás de la muchedumbre, venía un destacamento de<br />

policía montada. Al principio todo se desarrolló pacíficamente. Vociferaban los oradores, vociferaba<br />

la multitud; pero con gritos no se derriba murallas, Cogiéndolo de un brazo, Seuphor arrastró a<br />

Delhez y lo metió en la manifestación. Se abrieron paso hasta un orador que hablaba sin<br />

gesticular, arrancando gr<strong>andes</strong> gritos a la multitud con jocosos comparaciones. Hombres<br />

desarrapados lo escuchaban sin comprender; otros no perdían sílaba oyendo con vivo interés.<br />

Delhez observaba la variedad de la fauna humana, que mirada en conjunto parecía disfrutar de un<br />

circo, pero observada en detalle sólo ofrecía ojos ansiosos y labios crispados. Las mujeres<br />

alentaban a los hombres. Repentinamente brotaron tenazas, martillos, palos, piedras y hojas<br />

cortantes, delatando un propósito deliberado de agresión. Presintiendo algo más serio, Delhez<br />

quiso salir del tumulto; buscó a Seuphor pero no lo encontró; luchó para apartarse viéndose<br />

arrastrado por la muchedumbre. Cogiendo exclamaciones aisladas comprendió la finalidad del<br />

mitin: se trataba de asaltar una fábrica de vidrios cuyo propietario se negara a subir salarios.<br />

La multitud avanzaba lentamente por la calle de la Roquette. Perdido en la masa, Delhez<br />

luchó en vano por librarse; empujado, pisado, avanzando y retrocediendo al vaivén del oleaje<br />

humano, maldecía la curiosidad de Seuphor. El tumulto… El tumulto... Sentía cuerpos sudorosos,<br />

la fricción violenta y los empellones que se propinaban todos. El sol de verano secaba gargantas y<br />

acrecía la angustia de las gentes. A su izquierda, un obrero echaba espumarajos expresándose en<br />

"argot". —¿Qué dice éste? —.¡Oh, nada! — replicó una mujerona —; es de los que ladran antes<br />

del ataque y el momento de obrar no arrancan una hoja. Delhez contemplaba la mirada cruel de la<br />

mujer, en cuyos ojos zarcos el rencor dormía su paciente espera. "Estos son los más temibles<br />

—pensó— se afilan para saltar". Pero la mujerona leyó su pensamiento y aclaró: —Tengo tres<br />

hijos… ¿sabe? Y hay que darles pan o castigar a los acaparadores.<br />

En medio de la asfixia, Delhez renegaba de su fe socialista. Dostoievski tiene razón; se<br />

puede amar sin límite al pueblo… pero de lejos nada de contactos, nada que atente contra la<br />

dignidad del ser en la promiscuidad de la multitud. París, donde habitan las gentes más cultas, es<br />

también asilo de la bestia desenfrenada del Terror y la Comuna. Comenzó a odiar a la turba, que<br />

avanzaba lentamente, vociferando, amenazantes los cerrados puños. En media hora recorrieron<br />

tres cuadras, interrumpiendo la marcha cada vez que los exaltados apedreaban ventanas. Delhez<br />

sólo atinaba a defenderse de los estrujones, perdido todo control, con la sola idea de aprovechar<br />

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