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EL ARTE NOCTURNO DE VICTOR DELHEZ - andes

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deseado ardientemente alejarse de las masas: al ver al anciano volvía a esta con el pueblo:<br />

conociendo los extremos populares detestaba a las izquierdas; pero también detestaba a los ricos<br />

que gobiernan sin preocuparse de los míseros. ¿Qué es, en suma, la posición del hombre?<br />

¿Resultado del alimento, del vestido, de la vivienda, de la jerarquía social? ¿El político nace<br />

verdaderamente de una fe doctrinal, o más bien de una necesidad biológica de sustento y camino<br />

al poderío?<br />

Hoffner quiso conocer al "Buscador de Hallazgos"; lo encontraron en la Puerta de San<br />

Dionisio, donde solía acechar sus "tipos". Delhez propuso ir a la "brasserie de Port Carré".<br />

Pandoule no aceptó de buena gana, pero se vió obligado a presentarles al sujeto que lo<br />

acompañaba; y entre sorbos de "petin vin", conocieron la historia de St. Marcel, que se desarrolló<br />

como un monólogo. St. Marcel era un hombrecillo tranquilo, que podía estar mucho rato oyendo a<br />

los demás; pero cuando llegaba su turno, comenzaba:<br />

—La escultura moderna nace con Rodin, quien en la frase postrera de su vida, buscó los<br />

problemas de la luz antes que la forma. La miopía de los críticos combate esta grandiosa idea,<br />

tachándola de ilógica, porque —dicen— introduce la confusión en la escultura y al apoyarse en al<br />

significación literaria o tender a zonas pictóricas, atenta contra el volumen plástico. La verdad es<br />

otra: Rodin, lejos de amenazar el equilibrio escultórico, abre nuevas posibilidades de expresión,<br />

sugiriendo por los tonos de la luz lo que no llega a manifestar la inercia de la línea, es decir, la<br />

ilusión del movimiento. "La caída del Icaro". "La mano de Dios", "El beso" son masas escultóricas<br />

envueltas en una bruma luminosa que al reflejarse en las superficies suaves del mármol, se opone<br />

a las formas macizas y las disuelve en una niebla inmaterial. Esto, que Rodin expresó en varias<br />

obras con clarividente comprensión del problema de la luz en la escultura, St. Marcel lo perseguía<br />

veinte años consecutivos, sin poder infundir a sus estatuas el soplo impresionista, del Maestro;<br />

convencido de lo infructuoso de sus esfuerzos, llegó a pensar que la naturaleza no brinda tal<br />

problema al artista y que Rodin debía sus estatuas impresionistas a un proceso de proyección<br />

subjetiva, por lo cual necesariamente fracasan sus imitadores.<br />

En 1916, con motivo de una herencia inesperada, St. Marcel tuvo que viajar a la ignota<br />

Sudamérica. Y aquí comenzaba el "milagro". Llegado a su destino. Marchaba St. Marcel sobre una<br />

mula patifina, a cuatro mil metros sobre el mar, con dos arrieros que lo conducían a una mina de<br />

estaño. De súbito, al doblar un recodo, lo cegó deslumbradora claridad; la meseta se cortaba<br />

bruscamente, casi a pico, en caída de mil quinientos metros; venciendo con la vista la profunda<br />

hendidura, se divisaba al frente las rocas agresivas de la cordillera. La bruma comenzó a debilitar<br />

la violencia de los rayos solares; entonces pudo contemplar la áspera belleza del paisaje. La<br />

meseta se abría como un vasto anfiteatro; a sus pies, entre breñas y cauces caprichosos, se<br />

deslizaba la cinta del río. Allá arriba, los ojos tropezaban con la masa brusca de la cordillera y sus<br />

flechas góticas tendidas al cielo. Era un paisaje vertiginoso. St. Marcel quedó absorto, con la vista<br />

fija en un ventisquero. Reclinada en la cavidad de la roca, la nieve caía pendiente abajo. Visión<br />

extraña. Sobre el fondo de la roca negrísima, erguida en línea vertical y acuchillada por ángulos<br />

violentos, se destacaba una gran masa de nieve deslumbrante. St. Marcel juraba que el "sorojjche"<br />

—mal de altura— no le había causado daño y que se encontraba en perfecto dominio de sus<br />

facultades físicas y mentales. Sólo el sol pudo jugarle la partida, con sus apariciones y<br />

desapariciones sucesivas. Contemplaba el contraste de la roca negra y la masa blanquísima,<br />

cuando repentinamente, al culebrear la luz en los flancos de la nieve, algo comenzó a moverse en<br />

la cuenca del ventisquero; era como si la nieve tomara, poco a poco, la apariencia de una mujer<br />

desnuda recostándose en la roca. St. Marcel frotó los ojos. ¿Soñaba? Siguió mirando… La luz<br />

solar destacaba perfiles de la nieve, desvanecía otros con suavidad, modelando un inmenso<br />

cuerpo. ¡Qué tema para un escultor! Los dos de la vida; naturaleza y mujer; la esencia petrificada<br />

del mineral y la esencia viviente y ondulosa de la carne. La ilusión era tan perfecta que siguiendo<br />

las variaciones de la luz se advertía el ritmo del hermoso pecho. El cuerpo no formaba un todo<br />

separado del fondo rocoso; existía entre ambos una zona intermedia, donde el mármol blanco era<br />

simplemente nieve o tendía a identificarse con el mármol negro de la roca participando de su<br />

rigidez constructiva. Nadie hubiera precisado el punto en que terminaba la acción mineral y<br />

comenzaba el tejido viviente. Era una mujer bellísima, cuyo cuerpo desnudo la roca devoraba con<br />

sus labios desgarrados; o más bien un cuerpo inacabado pugnando por salir del abrazo de la<br />

tierra… Y todo esto se fundía, como en las mejores visiones de Rodin, en una zona luminosa que<br />

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