Edición Digital - Fundación Luis Chiozza
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OBRAS COMPLETAS TOMO V 53<br />
Parece absurdo sostener que la cabeza es “en verdad” una máquina de<br />
moler café, y que cuando duele es porque se han puesto “efectivamente”<br />
dentro de ella bolitas de metal. Pero, lejos de intentar legitimar ese<br />
pensamiento, me propongo subrayar precisamente lo contrario: aquello<br />
que llamamos “afi rmación de un hecho cierto” es, aunque de lo somático<br />
se trate, siempre una metáfora, o, si se prefi ere, un símbolo que representa<br />
a una experiencia inabarcable.<br />
Cuando un físico teórico afi rma que la valencia química del hidrógeno<br />
depende del número de electrones que posee su átomo en la órbita exterior,<br />
sabe que su afi rmación no es menos metafórica (Turbayne, 1970) que el<br />
ejemplo de las municiones en el molinillo de café. Pirandello (1921), en<br />
su Seis personajes en busca de un autor, nos enfrenta con el pensamiento<br />
de que no existe un hecho histórico “objetivo”, sino solamente un conjunto<br />
de versiones acerca de un presunto suceso. En el terreno de la patología<br />
médica no tiene por qué ser diferente que en el de la física o la historia.<br />
Frente a todos los registros, sean somáticos o psíquicos, que de un cáncer<br />
podemos obtener, no existe uno acerca del cual pueda decirse: éste no es<br />
sólo una metáfora, éste es real. Llamamos “hecho” a una metáfora que<br />
funciona de un modo tan privilegiado como para adquirir ubicuidad en el<br />
consenso. No sólo el electrón o la permeabilidad de la membrana neuronal<br />
son metáforas de este tipo, sino nuestro concepto entero de aquello que<br />
llamamos realidad (Turbayne, 1970).<br />
Nada tiene de sorprendente que todo cuanto podamos afi rmar acerca<br />
de lo que existe, entre dentro de la categoría que llamamos símbolo.<br />
Cuando hablamos de la enfermedad somática, nuestras palabras y nuestros<br />
conceptos, como es obvio, son símbolos acerca de esa enfermedad. Pero<br />
hemos visto que hay ocasiones en que nuestros símbolos funcionan como<br />
signos que nos indican la presencia de “algo” frente a lo cual se justifi ca<br />
abandonar las pequeñas investiduras tentativas y “autorizar” una descarga<br />
plena. Decimos entonces que nuestro “dicho” corresponde a un “hecho”.<br />
O, también, que el síntoma del cual el paciente se queja no corresponde a<br />
una hipocondría sino a una enfermedad “real”.<br />
En ese último caso, cuando nuestro aparato sensorial registra una<br />
alteración somática que acompaña a la queja del paciente, decimos que<br />
esa alteración que percibimos (y, además, nombramos) es un signo de<br />
la presencia de la enfermedad y no un “mero” símbolo de esa misma<br />
enfermedad. Símbolo sería, en cambio, el nombre que le damos. Sin<br />
embargo, tal como lo muestra el ejemplo de la naranja y el del sombrero<br />
del cowboy, sucede que si nos hallamos en presencia de un signo de una<br />
enfermedad “real”, es precisamente porque el carácter de símbolo, que<br />
posee ese signo, permanece inconciente.