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- Oh Lan, tu padre Se ha ido de la casa, dijo que quiere el divorcio. Necesito que
vengas pronto.
Al colgar el teléfono, él se reventó en un llanto profundo y salió corriendo hacia su
casa. La desesperación era tanta, que en un momento no calculó la distancia y la
velocidad al cruzar la autopista del Norte…
Todo fue tan rápido e impactante que en pocos segundos, se vio Lan debajo de aquel
enorme camión. Al sacarlo ya no había nada que hacer, Lan se había marchado de
este mundo.
El reloj marcaba las ocho y cuarenta de la mañana de aquel viernes decembrino,
mientras Sam caminaba por los desolados pasillos del colegio. El recuerdo de Lan le
marcaba en su rostro una nostalgia difícil de borrar. De pronto, un viento fuerte, que
se coló por el pasillo, besó su rostro y la desestabilizó.
Sam siguió caminando. Pero al llegar hasta la vieja y descolorida pared de la oficina
del director, se detuvo y miró aquel verso que Lan había escrito en aquella vieja pared,
durante un concurso. El silencio era testigo de aquella escena. Lo recitó con una voz
quebrada por la impotencia.
– La vida es fugaz como la luz de una vela – declamó Sam.
Apenas terminaba de expresar aquella creación artística, cuando escuchó el grito de
su madre:
– Sam, ¡Levántate, qué es tarde! ¡Debes ir al colegio! El grito retumbó en toda aquella
casa de bahareque.
Sam se sobresaltó ante aquel llamado de su progenitora, mientras las lágrimas bailaban
en su bello y tierno rostro como gotas de sal, que salpican la dura roca en la bahía.
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