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que no lograba encontrar o, mejor dicho, una respuesta que yo ya sabía y que no
quería aceptar. Mis compañeros parecían no tener ese tipo de problema por lo que
sabía que ninguno de ellos me entendería, y por temor de ser insultado o rechazado
fue que jamás me atreví a hablar.
La persona que veía al espejo no era la que en realidad habitaba en mi interior y
estaba totalmente consciente de ello. Más no podía dejar que el mundo conociera
mi verdadera forma. ¿Qué pensarían mis padres? ¿Qué pensaría la sociedad? ¿Acaso
perdería los amigos que después de tantos años me había costado hacer? Pero
era inevitable, dentro de mí habitaba una temible bestia, una bestia que parecía
consumirme desde adentro y que cada vez era más difícil de controlar.
Jamás me interesaron las estrellas, sin embargo amaba el calor que irradiaba el Sol,
pero, ¿acaso alguien como yo podría disfrutar de sus placeres? Solo era una bestia
condenada a la oscuridad. Las estrellas eran mediocres, dando una luz vaga que
poco me satisfacía. Pero el Sol era grande, era hermoso y podía contemplarlo en su
plenitud. Me enamoré de él y eso me hacía daño, pues por mi condición no era apto
para amarlo.
Cualquiera de mis compañeros era indiferente a ello y, como ellos, intenté ser
indiferente; caminé como ellos, hablé como ellos y actué como ellos. Durante mucho
tiempo me esforcé por ser solo uno más, pero existía una realidad que no podía
negar; el Sol estaba ahí todos los días junto a mí, pero jamás yo podría estar tan
cerca de él como lo deseaba. Y así llené mi vida de mentiras y mostré al mundo un
ser superficial que en el fondo odiaba. Perdí mi identidad tratando de identificarme
con cosas que no me definían y pasé tanto tiempo pretendiendo ser alguien que no
era, que al final olvidé quien era yo. Mis compañeros y mis maestros veían un yo que
no era yo, solamente el resultado de vivir con una máscara sobre otra máscara. Iba
diariamente de un aula a otra con la mirada baja y los pies a rastras preguntándome
el porqué, mientras el monstruo en mi interior intentaba desesperadamente darse a
conocer y destruir el mundo que me había formado.
Visité vanamente sacerdotes y exorcistas creyendo por un momento que me encontraba
poseído por el diablo. Y aunque fui sometido a decenas de rituales el monstruo no se
iba. “¿Para que los proteges?” Me susurraba la bestia desde mis adentros. “Si bien
sabes que jamás entenderán lo que eres, te juzgarán y humillarán y serás infeliz por
el resto de tus días”. Cada día se tornaba en una eterna pesadilla, el corazón en contra
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