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Al pasar al frente de la mujer de los volantes, la cual como lo había hecho esos 15
minutos que la estuve observando, le ofreció uno. La mujer bien vestida lo tomó, lo
miró de reojo, y rió para finalmente arrugarlo y tirarlo a la basura. En ese instante vi
cómo se unían dos mundos completamente distintos. La mujer de auto lujoso solo
veía un insignificante boleto, así que lo tiró y siguió adelante. Pero para la mujer de
cabello enmarañado, ese boleto significaba una cuarta parte del poco alimento que
podía llevar a sus hijos y en ese momento uno de ellos había quedado sin su ración
completa (aunque he de suponer que la mujer sacrificaría sus horas de trabajo y su
estómago para que sus hijos no aguantaran hambre).
Ahí en esa silla, en ese supermercado, en esa noche comprendí qué quería ser cuando
fuera mayor. Quería tener el éxito de la mujer del auto lujoso, un buen empleo
posiblemente, un hermoso cabello y un lindo auto. Pero también quería la humildad,
la sencillez y la perseverancia de la mujer de los volantes.
De nada vale la belleza física y el éxito si por dentro se es como una roca, sin
sentimientos y sin respeto por los que trabajan fuertemente por el bienestar de los
suyos.
En ese momento me hubiese encantado que todos esos jóvenes que tienen dudas como
las que tenía yo o que aún tengo, porque la vida es incierta, hubiesen presenciado ese
encuentro de dos mundos tan distintos. Y pudiesen entender que lo más importante
es la humildad y la sencillez y que antes que tener dinero y lujosos objetos está el
aprecio por el trabajo, por la vida y por los demás.
Esa misma noche al marcar el reloj salí al corredor de mi casa, miré al cielo y como si
la mujer de los volantes estuviese a mi lado, le deseé una Feliz Navidad.
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