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ojo desteñido que se encontraba en una de las esquinas del reducido y mugriento
patio; la abrí y entré en la casa. Llegada a ese punto, noté que ya no tenía las manos
atadas; estaban rojas, lastimadas y quemadas, pero por lo menos yo ya no estaba allí;
busqué por todas partes, no vi a nadie, la casa estaba en silencio. A lo lejos escuché
una patrulla merodeando, acechando… Acechándome a mí…
Tenía los nervios de punta, y decidí esconderme en la alacena de la cocina, ya que era
un espacio lo suficientemente grande como para que mi cuerpo entrara, fingiendo no
escuchar, no existir… No vivir.”
Luego de un largo silencio, únicamente interrumpido por el sonido de los apuntes de
aquel señor, este dijo:
- ¿Allí fue cuando la trajeron aquí?
- Sí.
- ¿Sabe cuántas cosas no puedo creerle, señorita Talala?
- No, y no me importa, ¿sabe? Ya estoy traumatizada, lastimada y condenada.
- Muy bien; si ya no tiene nada más que agregar, terminemos con esto.
Margaret movió los hombros con un sentido inconfundible, “¿Qué puede importarme
ahora, imbécil?”
Él agarró la fría palanca, para matarla de una vez por todas… para acabar con su
sufrimiento.
Mátame, pensó amarga y melancólicamente, mátame ahora.
Cerró los ojos al tiempo en que un chico, de cabellos y ojos del mismo tono café de la
silla en la que estaba sentada, entraba en la habitación, desesperado.
- ¡Alto! -dijo algo fatigado-, hemos recibido a un adulto mayor de unos 50 años de
edad hace media hora; dice que es su padre. Él se declaró… culpable de todo; mató
a su hijo, y dijo haber intentado matarla a usted.
Sus ojos se llenaron de lágrimas… Su padre, su propio padre… y ahora tenía que
soportar seguir viva. Pero no, ella no lloraría.
“Las mujeres tampoco lloran”, le decía siempre su madre… cuando estaba viva.
El proceso de recuperación no fue fácil; sin padre, sin madre, y peor aún, sin su
dulce hermano Carter… sin nadie. Se sentía mal, sucia; aún podía escuchar la débil
respiración de Carter… recordaba el momento en que se apagó…
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