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Clifford D. Simak - Edocr

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Webster, helado en su silla, sintió la pata que le rascaba la pierna.<br />

—¿Lo alcanzo, amo? —preguntó Elmer—. ¿Voy y lo alcanzo?<br />

Webster sacudió la cabeza.<br />

—Déjalo ir —dijo—. Tiene tanto derecho como yo a hacer lo que<br />

quiera.<br />

Un viento frío atravesó el cercado del jardín y movió la capa con<br />

que Webster se cubría<br />

los hombros.<br />

Unas palabras le resonaban en la cabeza. Palabras que habían sido<br />

dichas aquí, en el<br />

jardín, pocos segundos antes, pero palabras que venían de siglos<br />

atrás. Un antepasado<br />

suyo privó al mundo de la filosofía de Juwain. Un antepasado<br />

suyo...<br />

Webster apretó los puños hasta que las uñas se le clavaron en las<br />

palmas.<br />

Un mal de ojo, pensó. Eso somos. Un mal de ojo para la<br />

humanidad. La filosofía de<br />

Juwain. Y los mutantes. Pero los mutantes han tenido esa filosofía,<br />

durante siglos, y no la<br />

han utilizado.<br />

101<br />

Quizá, pensó Webster, tratando de consolarse, esa filosofía no era<br />

importante. Si lo fuera,<br />

los mutantes la habrían utilizado. O quizá, sólo quizá, los mutantes<br />

han estado<br />

alardeando sin motivo. Quizá no saben más de esa filosofía que<br />

nosotros.<br />

195

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