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Clifford D. Simak - Edocr

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Había una palabra caprichosa para esto: agorafobia, el temor<br />

mórbido a encontrarse en<br />

espacios abiertos. De acuerdo con sus raíces griegas, significaba<br />

literalmente el temor a<br />

la plaza pública.<br />

Si cruzaba la sala hasta la casilla de televisión podría hablar con su<br />

madre o alguno de<br />

los robots, o, mejor aún, sentarse y mirar el lugar hasta que Jenkins<br />

viniese a buscarlo.<br />

Comenzó a incorporarse y en seguida volvió a hundirse en el<br />

asiento. No servía. Hablar<br />

con alguien, o mirar el lugar, no era estar allí. No podía oler los<br />

pinos en el aire del<br />

invierno, u oír cómo la nieve familiar crujía bajo sus pasos, o<br />

extender un brazo y tocar<br />

uno de aquellos robles que crecían junto al sendero. No podía sentir<br />

el calor del fuego, ni<br />

aquella seguridad de estar íntimamente unido, hasta formar un solo<br />

ser, a la tierra y a<br />

todas sus cosas.<br />

Y sin embargo, quizá ayudaría. No mucho, posiblemente, pero algo.<br />

Comenzó a<br />

levantarse otra vez del asiento. Se sintió helado. En los pocos<br />

pasos que llevaban a la<br />

casilla había horror, un horror terrible e insoportable. Si daba esos<br />

pasos, tendría que<br />

correr. Correr para huir de esos ojos atentos, esos ruidos poco<br />

familiares, la agobiante<br />

cercanía de las caras desconocidas.<br />

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