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Clifford D. Simak - Edocr

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el campamento de los robots salvajes. Sentía miedo, pues no se<br />

podía saber qué harían<br />

los robots cuando lo viesen. Pero su preocupación era mayor que<br />

su miedo, de modo que<br />

no vaciló.<br />

En lo hondo de un nido secreto, las hormigas soñaban y<br />

proyectaban un mundo<br />

incomprensible. Y luchaban con la esperanza de que ocurriera lo<br />

mejor, encaminándose<br />

a una meta que ningún perro, ningún robot ni ningún hombre<br />

podrían entender.<br />

En Ginebra, Jon Webster se acercaba a los diez mil años de<br />

animación suspendida y<br />

dormía profundamente. En la calle, afuera, una brisa ociosa<br />

arrastraba las hojas que<br />

susurraban sobre el pavimento, pero nadie las veía ni las oía.<br />

Jenkins cruzó la colina sin<br />

mirar ni a la derecha ni a la izquierda, pues había allí muchas cosas<br />

que no deseaba ver.<br />

Había un árbol que se alzaba en el sitio donde en otro mundo crecía<br />

un árbol similar.<br />

Llevaba ese suelo en el cerebro, y en él había un billón de pisadas<br />

impresas a lo largo de<br />

diez mil años.<br />

Y si uno escuchaba con atención, podía oírse una risa que<br />

resonaba a lo largo de las<br />

edades... la risa sardónica de un hombre llamado Joe.<br />

Archie logró cazar al fin una de aquellas cosas escurridizas y cerró<br />

con fuerza la garra.<br />

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