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Clifford D. Simak - Edocr

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Webster se acomodó en la silla, mirando los picos con los ojos<br />

entrecerrados.<br />

Una voz dijo, casi por encima de su hombro:<br />

36<br />

—¿Puedo entrar?<br />

Una voz suave y sibilante, casi inhumana. Pero una voz que<br />

Webster conocía.<br />

Webster hizo un signo afirmativo.<br />

—Naturalmente, Juwain.<br />

Volvió un poco la cabeza y vio el elaborado pedestal, y sobre él, en<br />

cuclillas, la figura<br />

velluda y de dulce aspecto del marciano. Bajo el pedestal se<br />

vislumbraba confusamente<br />

un extraño mobiliario.<br />

El marciano señaló con una mano velluda la cadena de montañas.<br />

—A usted le gusta esto —dijo—. Lo entiende. Y yo entiendo que a<br />

usted le guste. Pero<br />

veo ahí más terror que belleza.<br />

Webster extendió un brazo, pero el marciano lo detuvo.<br />

—Déjelo —le pidió—. Yo no hubiese venido en esta época si no<br />

pensase que quizá un<br />

viejo amigo...<br />

—Es usted muy amable —dijo Webster—. Me alegra que haya<br />

venido.<br />

—Su padre —dijo Juwain— era un gran hombre. Recuerdo cómo<br />

me hablaba usted de él,<br />

en aquellos años que pasó usted en Marte. Dijo usted que volvería<br />

alguna vez. ¿Por qué<br />

70

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